El de Ismael es un oficio del monte; verlo entonces en lo alto de una de las palmas que se empinan esbeltas en la Plaza Mayor de la ciudad de Trinidad resulta cuando menos sorprendente. Mientras trepa por el tronco desnudo, a sus pies lo contempla una ciudad de más de cinco siglos que reverencia su destreza.
Le bastan unos pocos minutos para subir hasta el penacho. Ya arriba corta las hojas secas con habilidad asombrosa. Es otro el paisaje que se pierde ante sus ojos: las calles de piedras y líneas onduladas, los rojizos tejados, las casonas coloniales que tal parecen de juguete, las figuras diminutas en su ir y venir cotidianos… Y se funde en un abrazo con este símbolo de cubanía.
Ismael Jiménez Soto no se queja de su suerte. Comenzó a escalar a los 17 años y ya tiene 54. “Desmocho palmas y vendo el palmiche, con eso mantengo a mi familia. Cuando afinco los pies en el estribo me olvido de todo. No le tengo miedo a las alturas, pero hay que estar con los cinco sentidos allá arriba”.
Y jura que aprendió el temerario trabajo con un campesino mientras cumplía el Servicio Militar, aunque dos de sus hermanos también son diestros en esta peculiar combinación de deporte extremo y habilidades guajiras.
“Todas las palmas eran bajitas, pero caminamos monte adentro hasta encontrar un ejemplar cerca de un río y que tenía más de 30 metros. Sube para que pierdas el miedo desde la primera vez, me dijo”.
No olvidó la lección, ni tampoco los consejos de su maestro, del cual aprendió los secretos de una antigua tradición unida a la existencia de la palma real, la dueña de nuestros campos, y cuyo fruto, el palmiche, cuelga muy abundantemente en racimos y constituye un excelente alimento para los cerdos.
Pero hoy la escalada de Ismael es en pleno Centro Histórico donde las palmas señorean en el inigualable paisaje urbano. Comprueba las amarras, la trepadera y el machete enfundado en la cintura. Mira por un momento a lo alto y comienza el ascenso. En la cima corta las pencas de más y baja con una sonrisa en el rostro, casi desafiante. No hay quien lo aleje del desmoche, el oficio que eligió temprano.
Abajo el vetero observa en silencio sus movimientos y está al tanto del más pequeño problema para alertar de cualquier peligro. En el corte del palmiche un desmochador es nada sin su ayudante pues es quien recibe el racimo y tira la cuerda para asegurar el descenso.
“La soga se trabó en el tronco con un clavo. Por eso tienes que estar muy atento y saber dónde vas a poner los lazos y los arreos porque hay palmas más gordas. La cuerda se resbala y puedes caer. Por suerte nunca he tenido un accidente”.
Y son muchas las palmas de penacho coronado remontadas por este hombre, que se precia de sus cinco hijos, el más pequeño de apenas ocho años. “Nació en la vejez”, bromea al tiempo que sueña con heredarle a alguno el antiguo oficio.
A Ismael lo contratan de una y otra empresa, también los campesinos dedicados a la crianza de cerdos y a los cuales les facilita los racimos de este manjar de granos secos que proporciona a la carne y la grasa de esos animales un aroma exquisito.
“Estoy dispuesto a enseñar a los jóvenes, lo hago sin cobrar nada. Me gusta este oficio, aunque la cervical ya no me acompaña y a veces se me hinchan las piernas; pero no voy a dejar de subir palmas. Mientras tenga fuerza voy a seguir siendo desmochador.”
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