Dormía con El Quijote debajo de la almohada. Disfrutaba la batalla del hidalgo, espada en mano, contra los cueros repletos de vino tinto, que el caballero consideraba un gigante, suelto en aquel aposento. Deliraba con Cervantes. También con el barroquismo de Bach y sus Conciertos de Brandeburgo. Y en la menor ocasión, se arrimaba al piano para revisitar a Chopin, Beethoven…
Era capaz de referir cada detalle de La última cena, y celebraba cómo Da Vinci captó la serenidad del Mesías, después de anunciar la traición de uno de sus discípulos. Alucinaba con el genio florentino. Y con Las meninas, de Velázquez. Al menor indicio de agobio, tomaba el pincel y desafiaba el óleo.
Natural, por ende, su evocación a la pintura de Goya al ver a Fidel y su guerrilla, a su arribo a la Sierra Maestra en 1957. Pero, ¿qué hacía el doctor Julio Martínez Páez en aquellas agrestes montañas? Para saberlo, a mediados de 1990 fuimos al encuentro, en La Habana, de este cirujano, calificado como el Padre de la Ortopedia en el país y el primer médico cubano en incorporarse a las fuerzas rebeldes. Apenas medió una llamada telefónica al entonces director del hospital Fructuoso Rodríguez, cuyos destinos condujo desde 1960 hasta 1994. En una semana estaríamos conversando con este comandante del Ejército Rebelde y Ministro de Salubridad y Asistencia Social de enero a junio de 1959.
LA NOTICIA
Nada épica era la voz de Martínez Páez. Hablaba bajo, tan bajo que el choque de las olas contra las rocas en la costa se escuchaba más alto que sus palabras en la sala de su casa en Miramar. Cuando determinó sumarse a la tropa de Fidel —nos reveló—, disponía de un consultorio privado, laboraba en el Hospital Universitario Calixto García y en el Centro Médico Quirúrgico del Vedado e impartía docencia en la Universidad de La Habana.
Justamente, ya en la época de alumno universitario, auscultaba la realidad nacional, bajo los cascos del tirano Gerardo Machado, tildado el Asno con Garras por Rubén Martínez Villena; en consecuencia, Julio participó y quedó arrestado en más de una manifestación contra la dictadura en 1930 y 1931.
El año 1957 constituyó un parteaguas en su vida, al integrar el grupo del Movimiento 26 de Julio, compuesto por Armando Hart y Haydée Santamaría, entre otros jóvenes. Distribuyó y vendió bonos; trasegó pertrechos de guerra y atendió a revolucionarios heridos y torturados, presos en el Castillo del Príncipe.
La casa del ortopédico, allanada más de una vez por el régimen batistiano, devino refugio para varios luchadores, como el dominicano Ramón Emilio Mejías (Pichirilo), uno de los timoneles del Granma. Sobreviviente a la tragedia de Alegría de Pío, pudo llegar a la capital. Julio contribuyó al logro de su asilo político en la Embajada de México, adonde lo llevó con su mismo auto.
Durante un mes, le dio cobija a Haydée y Hart. Junto a Armando, fue detenido el 18 de abril de 1957 por fuerzas del Buró de Represión de Actividades Comunistas en la terminal de ómnibus de la Virgen del Camino, mientras cumplía una misión. Por fortuna, al darse cuenta del incidente, Haydée no resultó capturada. A esta mujer, el médico le brindó su consulta en 19 y C para reunirse clandestinamente. Mas, los días de Martínez Páez en La Habana estaban contados. En mayo, lo sorprendió la noticia.
—Fidel nos mandó a buscar. Necesitaba a un cirujano ortopédico. Y al confesárselo al periodista, el entrevistado pintó su voz de otro color. Quizás rojo púrpura.
Al conocer la decisión del médico de partir, Haydée lo escaneó de arriba hacia abajo y, con cierta suspicacia, le advirtió:
—Doctor, usted no resistirá esa vida; está muy flaco.
PARTIDA Y LLEGADA
Aguardó por la partida con la misma paciencia que enfrentaba una complicada intervención quirúrgica. Por si acaso, preparó todo con tiempo: anestesia, antibióticos, equipo de cirugía…
—Esas eran mis armas.
El primero de junio de 1957, exactamente en la mañana —recuerda con memoria fotográfica—, le anunciaron que saldría esa noche. A las doce en punto, partió en automóvil, acompañado de dos jóvenes. Irían directamente a Santiago de Cuba y durante el trayecto no podían realizar contacto con nadie. A pie juntillas, cumplieron las órdenes. A lo largo del viaje, los esbirros de la tiranía parecían moscas posadas sobre la Carretera Central.
—¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van?, sonaban a disco rayado en vitrola.
Sin contratiempos, llegaron alrededor de las seis de la tarde a Santiago de Cuba. Frank País, jefe nacional de Acción y Sabotaje del “26”, los recibió. Al médico le correspondió alojarse en una casa en el reparto Vista Alegre. Al cabo de unos días, salió rumbo a Manzanillo. Celia Sánchez Manduley lo esperaba, y esa noche durmió en su casa, escoltada por mameyes, mangos y caimitos.
— ¿Dormir? Sinceramente, no pegué un ojo, nos revelaría. Pudieron más la expectativa y el temor de caer prisionero que la hospitalidad de la familia de la heroína.
En pisicorre, salieron al otro día. La incertidumbre, in crescendo. Pasaron delante del cuartel de la Guardia Rural en el batey del ingenio Estrada Palma, y nada. Por suerte. En El Zarzal abordaron un yip; avanzaron algunos kilómetros por las estribaciones de la Sierra Maestra, hasta que el motor empezó a jadear. Era el turno de los caballos para los de más edad, y de las piernas para los jóvenes. Con 49 años, Julio figuraba en el bando de los de a pie.
A las doce de la noche, estaban en El Salto y continuaron la marcha. Al médico, las botas le pesaban más que sacos de arena de arroyo mojados. En un bohío, los pusieron sobre aviso: los guardias de Batista acababan de pasar por allí. A esconderse en el monte, no quedaba de otra. Rebasado el peligro, de nuevo al camino; de brújula, el río Yara. Atrás, Santo Domingo y El Naranjo.
Por fin, avistaron el campamento de Fidel en Palma Mocha. Serían las cinco de la tarde. Y cuando desde lo profundo del monte se oyó aquel ¡Viva Cuba!, y todas las voces fueron una única voz, al doctor Julio Martínez le pareció escuchar de fondo la Marcha Triunfal, de Verdi. Lo colegimos de su relato, sin la menor dramaticidad. Las trompetas y las flautas fueron a la cuenta de nuestra imaginación. Martínez Páez no arribaba al Antiguo Egipto; sí a un pedazo libre de Cuba. Y llegó el abrazo con Fidel. Un abrazo silencioso y fuerte.
—Jamás habías caminado tanto en tu vida, le comentó el jefe guerrillero. Y luego indagó:
—¿No se encontraron con las tropas de Batista?
—Sí, o mejor, no. Después que pasamos El Salto, unos campesinos nos dijeron que vieron a un pelotón de los guardias de Batista.
Fidel soltó una sonora carcajada. Y les aclaró que eran rebeldes, disfrazados con uniformes del ejército enemigo.
—Médico, ahora vaya a descansar. Y así remató la conversación.
MÉDICO DE VERDE OLIVO
Aquella noche de junio de 1957, el doctor Julio Martínez durmió en una hamaca y con el río Palma Mocha casi de almohada. Prácticamente desde el amanecer asumió la dirección del servicio de Sanidad Militar del Ejército Rebelde. Sustituía a Ernesto Guevara, quien dedicaría todo su tiempo a las acciones militares.
—Cuando llegamos a la Sierra, el Che estaba atendiendo a los heridos en el combate de El Uvero.
Julio tuvo su bautismo de fuego en Palma Mocha el 20 de agosto. En la casa habanera, supuso cómo sería un tiroteo en vivo en las montañas; luego de verse en medio de la primera balacera, comprobó que su idea iba por la izquierda y la realidad, por la derecha.
Pero, frío, frío en el estómago sintió, en verdad, al saber que la aviación enemiga voló en pedazos el bohío donde había curado, poco antes, a los heridos en el combate de esa madrugada. Algunos de los intervenidos quirúrgicamente consideraron intempestiva la decisión del traslado urgente del lugar. Habían salvado la vida por un hilo. Por un hilo no; por una orden cumplida.
—En la guerrilla, las órdenes no se discutían.
Para ilustrarlo, recordó lo sucedido con el armero de la tropa. Julio aguardaba con ansiedad por un instrumental de Ortopedia, solicitado a la capital. Le inquietó la excesiva tardanza del arribo. Alguien le dijo que en la armería le pareció ver un equipamiento similar, y el doctor empezó a investigar. En efecto, allí estaba. El armero confundió aquellas piezas con instrumentos de mecánica. Y cumplió la orden de enviar los “hierros” al hospital de sangre.
De inmediato, el médico notó la ausencia de una especie de taladro, y reclamó su devolución. Sin embargo, el armero no transigía; el equipo le era necesario; argumentaba. Ante la negativa, el ortopédico no halló otra opción: informó al jefe de Auditoría. El armero quedó arrestado hasta la aclaración total del hecho. Cuando lo tuvo entre sus manos, Martínez Páez respiró hondamente y desinfectó el susodicho aparato, vital para su hospital ambulante, que montaba en un bohío o debajo de un techo de nailon, amarrado por las cuatro esquinas a un cedro, un ateje o a lo que existiera.
—¿Cuántas intervenciones quirúrgicas realizó usted en tales circunstancias?
—Muchas, muchas. Las hicimos a pleno día, a plena noche a la luz de una linterna, de un candil.
Sin embargo, Martínez Páez no se daba con piedras en el pecho por su épica. A nuestra instancia, rememoró que, al finalizar el combate de Veguitas (diciembre de 1957), varios heridos quedaron atrás durante la retirada del sitio. Si no eran atendidos, podían fallecer. Y acudió a socorrerlos en compañía de otro guerrillero. En el trayecto, anduvieron —arrastrados muchas veces— más cautelosos que las lechuzas; obligatoriamente, debieron bordear un campamento donde permanecían acampadas fuerzas contrarias, al mando del teniente coronel Ángel Sánchez Mosquera.
Al dar con los heridos, Julio los curó. Uno de ellos se debatía entre la vida y la muerte. Urgía intervenirlo. El comedor de un bohío próximo devino salón de operaciones. Los esterilizadores: un caldero y el fogón de leña. Cubiertos por la madrugada, todos retornaron al campamento, entre ellos el recién intervenido, trasladado en una camilla, inventada con yaguas. Un chivatazo, desafortunadamente, convirtió en cenizas la casa guajira. Sánchez Mosquera así lo dispuso, al no sorprender allí a los rebeldes.
DE SOLDADO A COMANDANTE
A madera nueva siempre olía el caserío de Pino de Agua, que nació ceñido a un aserrío, levantado montaña adentro por un negociante español. Pino de Agua también olía a metralla. En los dos combates librados en este sitio participó Martínez Páez; en el primero, acaecido el 17 de septiembre de 1957, el Che lideró las huestes guerrilleras; en el segundo, acontecido el 16 y 17 de febrero del año siguiente, Fidel lo hizo personalmente.
La historiografía recoge que esta segunda batalla constituyó la última ocasión en que combatieron juntos el Comandante en Jefe del Ejército Rebelde, el Che, Raúl Castro, Juan Almeida, Ramiro Valdés, Guillermo García, Efigenio Ameijeiras y Camilo Cienfuegos, quien recibió el impacto de dos balas.
A pesar de las heridas, el Señor de la Vanguardia llegó caminando al hospital de sangre, donde lo atendieron los doctores Julio Martínez y Sergio del Valle.
—Una bala le penetró el abdomen. Aun así, tuvimos que obligarlo a acostarse para poder atenderlo. Quería seguir en el combate.
Cuando finalizó la contienda, Martínez Páez reconoció, uno por uno, los cadáveres del enemigo. A cada militar muerto se le quitó el arma y las balas; pero no el dinero ni las prendas. Un despojo de este tipo implicada pena de fusilamiento. Era la orden dictada por Fidel.
Precisamente, el jefe guerrillero ascendió a Julio al grado de capitán al terminar la segunda acción combativa de Pino de Agua; y al de Comandante del Ejército Rebelde, una vez concluida la ofensiva de La Plata, también en 1958.
Ese propio año, del 11 al 21 de julio Fidel dirigió la batalla de El Jigüe, en el momento clímax de la más recia ofensiva lanzada por el ejército batistiano contra las fuerzas rebeldes. Allí estaba Martínez Páez, quien actuó siempre bajo el mando del Guerrillero del Tiempo. Debido a los bombardeos de la aviación de la tiranía, el ortopédico instaló su hospital de campaña en una cueva. Se lo aseguró a este periodista, y lo narró para la historia en su libro Un médico en la Sierra:
“Una tarde, a la entrada de la caverna, me extasiaba con el canto de un ruiseñor, que para mí es como la música de Bach (…) y me trajeron a uno de nuestros soldados herido de gravedad. Era casi un niño, tenía 18 años. Su pulso era casi imperceptible. Presentaba una herida en el tórax. Del orificio no manaba sangre, pero había hemorragia interna (…). Mientras le pasaba un suero, cantaba el ruiseñor y cantaba mientras yo luchaba por salvar la vida de aquel joven que momentos antes estaba lleno de vida; cantaba el ruiseñor y llenaba el aire con sus trinos, mientras aquel combatiente exhalaba su último suspiro. Le cerré los ojos y lo amortajé y el ruiseñor no dejó de cantar”.
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