A sus 79 años, Bertha luce todavía la paciencia de las orquídeas para florecer. Paciencia que cultivó durante sus casi cuatro décadas como maestra y que, sobre todo, le ha salvado la vida, con sus ires y venires. Sin embargo, ella asegura que su vida la ha salvado el amor de sus hijos Yordán y Yordanka y de sus tres nietos; ¡ah!, también las orquídeas, que sus manos trasplantaron hacia los troncos húmedos de las guanábanas, nacidas en el patio trasero de la casa.
Bertha siempre busca el tiempo para hablar con sus orquídeas. Al menos, las suyas nunca se van. Hoy, esta madre espirituana tiene el corazón dividido en tres pedazos. Dividido, no roto, advierte. Una parte está con su hija doctora, en Venezuela. Hace meses, cuando Yordanka vino de vacaciones a Sancti Spíritus, le contó cómo le hizo el parto a aquella mujer en una choza, sostenida a duras penas por estacas, a orillas del río Orinoco; palafito les nombran allá a esas construcciones.
La hija de Bertha le narró que de los ojos de la india warao brotaron manantiales de lágrimas, cuando escuchó el llanto de vida del recién nacido; más aún, luego de que la doctora le pusiera el bebé entre los pechos semidesnudos de la joven y le secara a la parturienta el sudor de la frente. Jamás médico alguno había tocado a la muchacha. Yordanka le relató esta historia a Bertha solo una vez. Mil veces la ha repetido su mamá.
Hoy, otra parte del corazón de Bertha late en Tampa. Así sucede desde 2015. Una mañana de junio de ese año, su hijo Yordán entró a la casa de la “viejuca” —como aún la llama— casi en puntillas de pie —de botas, de botas negras, brillosas, donde uno se miraba y podía hasta peinarse, dice la mamá, de ojos más negros y más brillosos ahora que las botas del hijo. Ese día Yordán la tomó de sorpresa por la espalda y le dio un apretón, con aquellos brazotes, que no parecía acabarse.
—¿No tendrás guardada, por ahí, una reservita de champola fría de guanábana?
Antes de irse, la abrazó nuevamente. Nada extraño en Yordán. Era sábado. Pero, ni el domingo ni el lunes él volvió por la casa de la “viejuca”. Ni una llamada telefónica tampoco. A Bertha aquella repentina ausencia sí le dio mala espina.
—Mami, Yordy y Elena se fueron.
—¡Tú estás loca, mi’ja!, exclamó, mientras se desplomaba sobre la butaca de cedro.
En ese momento, el hijo y la nuera, que habían volado a Quito, Ecuador, debían estar en un hotelucho de la ciudad de Turbo, Colombia. Eran las primeras paradas en la ruta de miles de kilómetros hacia Estados Unidos, que incluía, además, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México. O sea, camino harto de extorsiones, coyotes, policías corruptos, asaltos. Y de miedo, mucho miedo.
—Desde que mi hija me dio la noticia, no se me ha quitado el salto en el estómago.
De un tiempo acá, luego de que Yordán saldara las deudas por la travesía hacia la Florida, que estuvieron a punto de ahogarlo, le compra a Bertha un combo de alimentos —un mes sí, otro no—; también, con el MLC que le mandó, ella encargó a un carpintero cuatro mesitas para el aula improvisada que plantó en el primer cuarto, donde repasa a algunos alumnos, más para entretener sus días que por necesidad económica, sobre todo después de fallecer su compañero de vida.
Hoy, Bertha tiene a cargo el cuidado de los hijos de Yordanka; quienes, por suerte, son bastante asentados y no le dan muchos dolores de cabeza. Por suerte, este domingo ellos estarán físicamente para la abuela. Ellos y las orquídeas del patio, que nunca se van.
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