Carlos Sentmanat y el arte de los multipotenciales (+fotos)

Más allá de su faceta más reconocida como fotógrafo de la tercera villa, este singular personaje trinitario comparte su lado más personal y sus experiencias en disímiles campos como la pintura, la mecánica, el aeromodelismo y los vitrales

Carlos ejerce la fotografía desde hace casi 50 años. (Fotos: José Lázaro Peña/Escambray).

El apellido Sentmanat proviene de Cataluña, España. Rueda por el mundo desde el año 1012 y durante su largo camino ha sufrido muchos cambios: primero fue Sancti Minati, luego Sentmenat y llegó incluso a ser un santo, San Menna, para finalmente ser lo que hoy: un apellido histórico.

No se conoce con exactitud cuándo o cómo Sentmanat llegó a Cuba, pero se especula que quien lo trajo fue el coronel de Dragones Ramón de Sentmanat, oriundo de Valencia. También se dice que quien se encargó de darle renombre al apellido en este pedacito de mundo fue su hijo Francisco de Sentmanat, coronel de Infantería y Benemérito de Tabasco.

El que yo que conozco se llama Carlos y, en realidad, no ostenta títulos nobiliarios ni es militar de oficio. El único estandarte que porta es el del ser humano capaz de aprender cuanta habilidad tenga delante.

¿Cómo llegó a Trinidad?

“Cuando egresé de San Alejandro se me indicó ir a cierto pueblito de Camagüey llamado La Sola para cumplir mi servicio social como instructor de arte. Esto fue un error y luego de varias gestiones por parte mía y de otros dos compañeros, fuimos trasladados hacia donde realmente debíamos. Así llegué a Trinidad.

“Recuerdo que nos bajamos de un Ford de alquiler y pisé, por primera vez en mi vida este suelo, ahora mío, el 26 de noviembre de 1978, recién acabado de cumplir 19 años. Así comenzó esta historia de enamoramiento con la ciudad”.

En su estantería atesora obras capitales de la literatura universal.

Cuenta, como quien se enorgullece de su generación, que en la academia tuvo profesores buenísimos que eran muy jóvenes en aquellos tiempos y que ahora son renombrados artistas: Fabelo, Flora Fong, José Fowler y el trinitario Aldo Soler; y compañeros de clase muy reconocidos hoy día como José Bedia, Carlos Alberto García, Gustavo Acosta y José Franco Codinach.

“Se suponía que debía quedarme en Trinidad solo los tres años de servicio social”, apunta.

Su primer trabajo en la ciudad fue como profesor de la Escuela Elemental de Arte, en la que permaneció desde 1978 hasta 1989. Durante este lapso, estuvo viviendo en albergues y en la propia escuela. Carlos describe la etapa como sumamente rutinaria: unos pocos murales, algunas esculturas de chatarra, ambientación de lugares y un club de aeromodelismo. Debido a la rutina y al papeleo abandonó el magisterio. Principiaban los años 80.

En los próximos años, prácticamente solo en Trinidad, el joven descubrió muchos de los oficios por los cuales es reconocido e incluso admirado en la actualidad.

“Un día saqué una licencia de artesano y me fui a probar suerte”.

En esta etapa de stand by, hace de todo para sobrevivir: pesca, caza, pinta, esculpe, trabaja el vidrio, la madera y los metales; es talabartero y hace sus trabajitos de relojero y mecánico. Quizá alguien lo hubiera pensado como un hombre del Renacimiento.

“Una de las primeras cosas que aprendí fue a reparar mi bicicleta. Me volví prácticamente un mecánico especializado en mantenimiento y reparaciones y, gracias a ello, pude subsistir”.

Siguiendo una tendencia artística alemana llamada El Puente, tuvo la idea de, junto a uno de sus compañeros, ganarse la vida con el linograbado, una actividad entonces desconocida en la ciudad.

“Tallábamos en un material llamado linóleo, muy utilizado en países fríos como piso y alfombras, para conseguir depresiones y relieves. Luego le pasábamos con pinturas de aceite, oprimíamos con fuerza la ropa y obteníamos una impresión plástica y en colores”. “Vanagloriándome un poco, la gente pensaba que eran originales, de fábrica. De esa manera inundé Trinidad con mis creaciones”.

Su inclinación por hacer cosas con las manos lo llevó a perfeccionarse en el uso de herramientas y, por las carencias, aprendió a hacer que las cosas duraran más, muchísimo más.

“Mi historia en la fotografía está llena de emotividad. Todo inició en mi adolescencia, cuando un compañero tocayo mío que no terminó la escuela, se fue a trabajar al Instituto de Investigación de la Música”.

La fotografía de paisajes es uno de sus grandes preferidas.

Relata que, en aquellos tiempos, era extrañísimo ver algún equipo fotográfico de un origen distinto al soviético. Sin embargo, aquel muchacho tenía elementos de todo el mundo. Con él vi algo que, incluso hoy día, en Cuba se ve bastante poco: un lente ojo de pez.

“Pero fue aquel segundo cuarto de baño de su casa, transformado en su imperio de la noche permanente con solo aquella tenue luz roja, el que produjo en mí tal fascinación que me dejó atado de por vida. Pienso que los productos químicos de aquel lugar, más que revelar fotos, me revelaron a mí. Así que me empeñé y conseguí mi primera cámara en el año 79 por 160 o 180 pesos.

“En aquel momento, uno no veía la calidad, pero hoy, reconozco que tuve en mis manos una compañera de calidad regular, óptica buena y resultados muy decorosos. Por desgracia, no conservo aquel especimen”.

¿Qué piensa de los fotógrafos que comercian con la tristeza ajena?

“No me pasa por la cabeza algo semejante. Para mí fotografiar es ver lo que nadie más ve y conseguir que puedan verlo, pero no soy paparazzi, ni voyeur, ni hurgo en la suciedad ajena. En eso consiste mi código de honor: la cámara es importante, pero ha de primar el corazón de quien la porta”.

En casi media centuria de fotos ha participado en cuatro exposiciones. La primera fue en el 2000, una personal llamada Collage, conformada en su mayor parte por desnudos, cosa que algunas personas lo vieron como escandaloso y tuvo que explicar más de una vez la diferencia entre desnudo artístico y pornografía, pero que, de manera general, tuvo mucha aceptación.

“También soy conocido porque trabajé cerca de 15 años en la Oficina del Conservador y en la sección de fotografía de la revista Tornapunta”.

¿Cómo se hace una gran foto?

“Simplemente veo una foto e intuitivamente me gusta o no, porque me impresiona y resuena, o porque no. Tengo algunas fotos que me gustan mucho y son las que he hecho para Tornapunta o en talleres de arqueología. Eso no quita que uno quiera hacer lo que en fotografía se conoce como la foto, en letras mayúsculas: una grande como la del Che, que por suerte es de un cubano, o esa genialidad que le tomó Steve McCurry a Sharbat Gula. Uno sueña y envejece con la esperanza de lograr algo parecido”.

¿Algún consejo para los jóvenes fotógrafos?

“Con el tiempo uno deja de ser atrevido y se vuelve más conservador. Para darse cuenta de ello, hay que verse por dentro y crear una base para el desarrollo con superación e inconformidad. Alguien muy sabio dijo que siempre queda algo por hacer y alguien que empieza tiene que saber muy bien dónde está su lugar, tratar de aprender todo lo que pueda y nutrirse para crecer”.

José Lázaro Peña

Texto de José Lázaro Peña
Licenciado en Periodismo por la Universidad Central "Marta Abreu" de Las Villas en el 2022. Reportero de Escambray.

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