Esa madrugada en el parque Serafín Sánchez no cabía una persona más. Ni en los días de Santiago espirituano se había visto tanto gentío. Codo a codo compartían la frialdad de la noche la lavandera de la calle La Gloria y la profesora del Instituto de Segundo Enseñanza; brazo contra brazo permanecían el pregonero de tamales que vivía en Santa Bárbara, calzando sus alpargatas blancas, medio mojadas por la llovizna, y el funcionario del Ayuntamiento, con zapatos de dos tonos, de las veladas de la Sociedad de Instrucción y Recreo El Progreso, en cuya escalinata tenían prohibido poner un pie la lavandera y el pregonero de tamales. Eran negros.
Serían cerca de las 11 de la noche del 5 de enero de 1959, cuando Fidel subió aquellos escalones de mármol. O lo subieron. Todo el mundo quería abrazar, tocar al Comandante en Jefe del Ejército Rebelde. Allí estaba con sus 32 años, boina verde de copa mediana y la barba espesa, que le creció escalando y bajando las montañas orientales.
Allí se encontraba con su Caravana de la Libertad. Hacía cuatro días habían partido desde Santiago de Cuba. Iban rumbo a La Habana por todo el espinazo de la isla; aunque, rebasado Jatibonico, debieron desviarse de la Carretera Central en El Majá, debido a que estaban cortados los puentes sobre los ríos Zaza y Tuinucú. Cogieron el terraplén hasta desembocar en La Ferrolana; luego, la carretera de El Jíbaro, que los trajo derecho a Sancti Spíritus.
A la ciudad entraron por el Balneario. No eran 60 o 70 hombres. Sumaban más de 2 000, montados en lo que apareció: jeeps, camiones, guaguas, hasta en tanquetas. En el parque Serafín Sánchez sobrevino la apoteosis.
—La gente nos abrazaba como si hubiéramos sido familia y nos conociéramos de toda la vida, relató tiempo atrás a Escambray Alcibiades Aguilar, caravanista radicado después en esta tierra.
La hospitalidad de los espirituanos rompió los termómetros; le echaron garra a lo que tuvieron a mano en casa y se fueron al centro de la villa: unos con un bocado de comida; otros con agua, tabaco… para los recién llegados.
La aparición de Fidel ante la multitud concentrada frente a la hoy Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena tardó un poco. A pesar del frío, por el líder aguardaban la lavandera de la calle La Gloria, la profesora del Instituto de Segundo Enseñanza, el pregonero de tamales que vivía en Santa Bárbara, el funcionario del Ayuntamiento… Exactamente, a la 1 y 30 de la madrugada Fidel salió al balcón central de edificio. El gozo de los presentes se hizo delirio, escribió un cronista testigo del suceso. Bastó una palabra, una sola palabra, cuyos ecos se escucharon en el barrio de Colón —gracias a la amplificación local— y llegan hasta hoy, para calmar tantas voces: “Compatriotas”. Y la llovizna también empezó a cubrir lentamente el traje verde olivo del guerrillero en la profunda noche.
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