Fecha: Una tarde de diciembre de 2024.
Asunto: ¿Se nace maestro?
Objetivos: Demostrar que un educador se cansa, pero no se rinde. Encontrar las razones por las que se enseña sin mayor recompensa que el cariño.
Introducción:
“Creo que nací maestra”, dice sin pensarlo Ana Luisa Curbelo León y, tan solo con la primera frase, allana el camino de una entrevista que ella insiste en no merecer; como si no bastaran 31 años de magisterio y un reconocimiento que jamás engaña: sus alumnos la adoran.
Viene de una estirpe de educadoras en la familia, encabezadas por su madre, Ofelia León Bernal, que fue y sigue siendo su mejor espejo; la mujer que le despertó la vocación.
Cuando concluyó el preuniversitario, optó por la carrera de Licenciatura en Maestros Primarios, que abría por primera vez, y hasta el día de hoy no se arrepiente.
Sus armas principales resultan, acaso, la bondad y la perseverancia, que le han hecho ganar todas las batallas en el arte de transmitir conocimientos.
Asegura que no ha sido fácil, pero siempre la salva la ternura, que derrocha entre esos niños que la esperan con un beso listo y el corazón abierto. Nada más por ello, dice, vale la pena.
Desarrollo:
Luego de la graduación en el entonces Instituto Superior Pedagógico Capitán Silverio Blanco, en 1993, Anita —como la conocen casi todos— llegó a un aula de cuarto grado de la escuela Bernardo Arias, donde antes había desarrollado también sus prácticas docentes.
Más tarde, el destino la llevó a centros educacionales de Jatibonico, la Escuela Especial Abel Santamaría para niños ambliopes y, poco después, al lugar donde se consagró por casi 20 años: la primaria Julio Antonio Mella.
“Fueron años preciosos, de mucho trabajo, de mucho aprendizaje. Tuve grandes compañeras, muy preparadas y que me ayudaron. Aplicamos el trabajo preventivo con la familia”.
Al cabo de algún tiempo, comenzó a desempeñarse como jefa de ciclo, una labor que se las trae y que resulta vital para orientar y conducir al resto de los maestros. “Me convencieron porque Olidia Muñoz, a quien le debo muchas enseñanzas, me fue preparando, pues se iba a retirar y ella fue creando en mí una persona que pudiera continuar su trabajo metodológico, fue un compromiso espiritual. Caí en la gata”.
Aún ejerce esa función, pero en la Escuela de Música Ernesto Lecuona, donde se acomoda ahora en la pequeña oficina con una ventana por la que todos saludan al pasar, mientras las preguntas van y vienen en una conversación sin protocolos ni cuestionarios premeditados.
¿Por qué su enseñanza va siempre más allá del aula?
“La familia es el inicio, la génesis. Es muy importante que el maestro busque cómo ha sido la vida del niño, cómo ha empezado, cómo es. Y cada problema tiene una causa en el núcleo familiar; es necesario indagar cómo son las relaciones intrafamiliares y así vamos conociendo el origen de los problemas que cada niño tiene”.
¿Y no teme al riesgo de involucrarse demasiado con esos problemas?
“Cuando uno es maestro y lo lleva en el corazón, les coge un cariño tremendo a los niños y hasta a las familias; y ellas lo sienten también, te ven como una persona que resulta un apoyo. Nosotros los maestros llegamos a lo máximo con los niños. Los cuidamos, los protegemos, los ayudamos. He tenido casos de alumnos a quienes he ido a sus hogares a darles clases por meses porque han padecido una enfermedad y no pueden venir a la escuela. Hay uno que nunca olvido: José Ángel Pulido Gallego, hoy estudiante de Medicina. Estaba delicado de salud y debía ausentarse a menudo; entonces yo iba por las tardes a su casa. Fue maravillosa la experiencia. Me esperaba con un amor inmenso y, como tenía tantas ganas de aprender, hacía todas las actividades, le encantaba que estuviera con él. Formamos un lazo de amistad y de cariño muy fuerte”.
Basta mirarle a los ojos que se iluminan para entender por qué, a pesar de todas las exigencias y el desafío de una profesión a la que muchos desdeñan, ella sigue fiel. Su aula es un paraíso.
La paciencia… ¿un arte?
“La paciencia es un arma maravillosa; también el amor que uno les tiene y el deseo de siempre, siempre darles enseñanzas. Los niños son como una caja vacía y todo lo que tú les vas diciendo, todo lo que les vas haciendo, va llenando esa caja; esos valores que les vas fomentando, desde la forma de ser corteses, de hablar, de que se relacionen con sus compañeros, prestarse los lápices, hasta cómo sentarse correctamente o conducirse en un teatro. Eso va llevando a que los muchachos no sean solo buenos estudiantes, sino también buenas personas”.
Es una maestra muy creativa. ¿Cómo lo consigue?
“Recuerdo que cuando le preguntaba a mi mamá cómo ella lograba que los niños la atendieran y qué era lo primero para que tuvieran disciplina y aprendieran, me respondía: la motivación. Una forma de motivarlos puede ser tan sencilla como hablarles del pajarito que viste por la mañana, de una conversación que tuviste con un vecino, de un diálogo que escuchaste entre dos niños, un cuento que hayas leído. El maestro tiene que estar preparado y saber llevar lo que quiere al aula.
“A los niños de primero, que es un grado que me encanta, les hacía un sonido en la pizarra para que miraran. O si no, les decía: ¡Vamos a escuchar, vamos a escuchar, que yo estoy oyendo un pajarito que está sonando! Ellos miraban y buscaban. Ahí empezaba yo. Cuando logras que te atienda, ya el niño comienza a aprender. Y todo lo que diga el maestro es lo que dice el maestro, lo diga bien o no. Es una gran responsabilidad”.
¿Qué cualidades no le pueden faltar a un educador?
“La ejemplaridad, el buen trato, la forma correcta de expresar, las ansias de conocer, de aprender, de saber, de buscar cómo llegar a los alumnos, cómo llevar el conocimiento a esos niños que no son todos iguales; cómo despertar en ellos las ganas de seguir estudiando”.
¿Siempre ha sido todo tan satisfactorio? ¿No ha pensado alguna vez en renunciar, rendirse?
“En una oportunidad, hace algunos años, pensé darle un vuelco a mi vida, porque el maestro tiene muchas exigencias encima. Pero cuando una mañana me miré al espejo, ya pensando que iba a cambiar de profesión, que iba a trabajar en otro lugar, me dije: Bueno, ¿y a quién tú vas a enseñar? De verdad que me lo dije —reafirma al ritmo de su expresividad—: ¿Pero cómo yo voy a dejar de enseñar? ¿A quién le voy a decir que se siente correctamente, hablarle de los héroes y mártires, que tanto me gusta? ¿A quién yo voy a orientar, a guiar? ¿Dónde va a estar el beso que espero cada mañana, el cariño que cada niño me da? Eso me hizo volver, o no irme, porque realmente nunca me fui”.
En este punto, la alumna en que la periodista se ha convertido escuchando la clase magistral de Anita se desmorona por completo. La grabadora se detiene. Un manojo de sollozos en el pupitre de enfrente acaba de confirmar la mejor enseñanza: el amor es la fuente del éxito y esta mujer nació, definitivamente, para enseñar.
Conclusiones:
Maestra a tiempo completo, Ana Luisa ha formado a niños de varias generaciones como si fueran sus propios hijos, y a sus hijos, como a sus mejores alumnos. “Vivo muy feliz con la familia que me tocó. Me criaron con mucho amor. Y mis hijos son también lo más lindo del mundo, los hombres que quise formar; los valores que quise inculcar los veo en ellos, jóvenes buenos, valientes, honestos, organizados; les gusta lo que hacen y se sienten bien donde viven haciendo lo que uno les enseñó”.
Aunque su calendario gira en torno a la escuela, otras pasiones la acompañan: cocinar —“y dicen que cocino sabroso”—, leer, compartir con los amigos un café, la naturaleza, la psicología humana…
Y sonreír; con esa dulzura que la acompaña en las malas y en las buenas.
¿Qué huella aspira a dejar en sus alumnos?
“Que recuerden mi amor. Yo quisiera que me recordaran con el cariño que les tuve a ellos y con el que los eduqué; que me traten como los traté. Y si el karma existe, tendré buen trato”.
Su clase termina y la lección empieza.
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