Por los ladridos, aquel perro debía ser un Bull Terrier de pura raza, traído desde la mismísima Gran Bretaña, en cierto barco por la costa sur trinitaria. Es la impresión que deja en los forasteros al rebasar el dintel de la puerta de entrada de la casa de Luis Sebastián Ortiz Marín en el poblado de San Pedro. Dicho de ese modo, pudiera ser cualquiera, un nombre más. Nada de ello. Hoy por hoy, Luis se da con una piedra en el pecho: jura ante las once mil vírgenes que cumplió 110 años el pasado 4 de agosto; aunque su partida de nacimiento diga que vino al mundo en 1919 y no en 1914, como aseguran él y sus familiares más allegados.
Con una claridad mental envidiable, intenta despejar la duda. La fecha de 1919 consta en los registros oficiales por una razón: ese día fue cuando apareció en San Pedro, caserío de negros esclavos, el juez de Caracusey e inscribió a Luis y a otros de sus seis hermanos. Para el acto formal, sus padres pagaron 10 pesos. Una fortuna en esa época.
—Gracias a Dios, me siento bien, bien, bien; insiste.
Y para ahuyentar el mal de ojos, toca con los nudillos de los dedos el brazo derecho del sillón. Toca tan fuerte que, por si acaso, cruzamos los dedos; pese a no darle mucho crédito —al menos yo— a la superstición.
—¿Cómo ha podido vivir tanto tiempo?
—Por la cantidad de harina, jutía y cabeza de pescado que comí en mi vida.
Lo sostiene con tanta resolución que nos hace cómplice de su carcajada.
Si de salud se trata, a este anciano lo que más le ha jugado una mala pasada es la discapacidad auditiva; de ello, nos puso sobre aviso su hija Tita, enfermera ya jubilada y a quien poco le restó para ejercer como doctora en el consultorio del poblado por la sabiduría acumulada.
Pero el caso de Tita es otra historia. Por ahora, sigamos disfrutando de la memoria de Luis, que se ha reído del tiempo. Asegura él que nunca le sacó el cuerpo al trabajo. En los años de la República Neocolonial trabajabas o trabajabas; de lo contrario, eras hombre muerto; sí, te morías de hambre o ahogado por las deudas con el bodeguero, quien te tiraba un “salve” hoy al venderte un pedazo de tocino al fiado; mañana, también. Hasta que se paraba en sus treinta.
Cuando el bigote aún no le había empezado a sombrear, Luis dobló su ya espigado cuerpo sobre los semilleros de tabaco en la finca Higuanojo, de don Esteban. El cuerpo continuó doblado en la siembra de las posturas acopiadas en aquellos semilleros. Mientras las vegas de don Esteban crecían, ahí estaba Luis; primero, guataqueaba; después, deshijaba y, más tarde, cortaba las hojas, las verdes y enormes hojas. Al finalizar la tarde, 20 centavos como jornal.
Casi sin cortar la última hoja y de ubicarla en el cuje de tabaco, le dijo a Martín Peña:
—¡Vamos pa’ Natividad!
La razón le asistía a Luis: los 365 días del año había caña; o sea, trabajo. Y partieron hacia ese central del sur espirituano. En Mapos, Vallejo, Cantarrana… sembraron, cultivaron y aprendieron a cortar caña. Aprendieron. En la vida todo no se hace a la brava. A aquellos plantones no se les podía entrar de frente y, mucho menos, dándoles mochazos a diestra y siniestra.
El cañaveral doma hasta la sangre más caliente; lo vivió Ortiz Marín en carne propia en Natividad. En esa época, si bien dormía en un barracón del ingenio, le garantizaban el bocado diario de comida y los dos reales de jornal.
A estas alturas de la vida, a Luis —uno de los alrededor de 90 espirituanos registrados con 100 o más años en la provincia— no hay quién le invente un cuento acerca de cómo vivían los negros y los blancos en Cuba antes de 1959. De los latigazos del racismo tampoco hay quién le invente historia alguna.
Después que los rebeldes tomaron las calles de poblados y ciudades y la Revolución impuso sus leyes, siguió prendido al oficio de obrero agrícola, como las muelas al caparazón de los cangrejos, que se reproducen en las costas de San Pedro a la velocidad de la luz.
—¿Cuál fue su último trabajo?
—El de carbonero.
Sin preguntarle, le da hilo al papalote de su memoria y se ve, junto a Paulino Béquer, cuidando la mole de palos de júcaro y llana; la mejor madera para hacer carbón, aclara. Durante la noche, él y aquel isleño se turnaban para vigilar la quema: uno de ellos iba a revisar el horno; el otro descansaba los huesos en un rancho improvisado.
Mientras tanto, la esposa de Ortiz Marín, Cristobalina Sánchez (Cristo, para los allegados) velaba por el cuidado de sus tres hijas: Tita, Bienve y Oneida, quienes colmaron la familia de nietos, biznietos y tataranietos. Y aunque Luis insiste en que le debe su vida centenaria a tanta harina, jutía y cabeza de pescado que comió, se sabe mimado por sus seres queridos, que lo cuidan como el más fino de los cristales.
Por cierto, el “Bull Terrier” alardoso, que salió a comernos vivos a la entrada de la casa, resultó ser un perrito medio sato, que terminó la entrevista acostado junto al sillón de Luis Sebastián, el cacique de San Pedro.
Muy buen artículo pero es realidad vivir así, comiendo harina, cabeza de pescado y jutias,es solo un comentario lo pueden publicar, Del perro a final del escrito no digo nada, Saludos