Llegaron en goteo; así, como quienes no quieren las cosas. Cuando todos habían rebasado la entrada de la Estación Central de Ferrocarriles, de La Habana, la noche ya había escondido la fachada de este edificio —de soplos renacentistas españoles—, su inmenso reloj, sus dos torreones. Sumaban 18 jóvenes. Caminaban con una tranquilidad de espanto por el salón de espera y los andenes, pese a la inminente hora cero.
Escaso tiempo de vida le quedaba al 24 de julio de 1953; los pitazos de la locomotora anunciaban la salida hacia Santiago de Cuba. En el pico del cielo, la luna, casi repleta de luz, le seguía los pasos al tren, al lomo del tren y a los combatientes. Pocos de ellos durmieron durante el trayecto. Raúl Castro tampoco pegó un ojo, lo confesó después. Iba al lado de José Luis Tasende, designado al mando de aquel contingente por la dirección del Movimiento, liderado por el joven abogado Fidel Castro.
Apenas el estómago empezó a sonar, se llegaron al coche-comedor. Uno por uno; claro, para no levantar el menor recelo. Como Raúl y Tasende arribaron juntos a la estación ferroviaria, sí acudieron en pareja a ese vagón. Y allí, a quemarropa, José Luis le informó el lugar exacto de la cercana acción bélica.
—¿El Moncada?, se extrañó Raúl. La noticia le paralizó el estómago y le desapareció el apetito. Con esas mismas palabras, el General de Ejército lo relató en su diario correspondiente a los días 24 y 25 de julio de 1954, escrito mientras permanecía recluido en ese entonces en la prisión de Isla de Pinos.
“(…) yo conocía la magnitud y fortaleza de ese objetivo por haber estudiado en Santiago de Cuba durante varios años”, anotó el participante en la gesta moncadista.
—Come, Raulillo, que mañana no vas a tener tiempo, le advertía Tasende a punto de soltarle una carcajada. Entre tanto, Raúl, de solo 22 años, tomaba una cerveza, de sorbo en sorbo, para alejar el susto, el lógico susto.
Entre las acciones, el plan del Movimiento comprendía el asalto al Moncada, sede del Regimiento No. 1 Antonio Maceo, con más de 1 000 efectivos de la tiranía acantonados, y el ataque al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, donde radicaba el Escuadrón No. 35 de la Guardia Rural, compuesto por 75 militares, distribuidos en diferentes localidades de la hoy provincia de Granma.
Para la toma de esas dos fortificaciones, la dirección del grupo revolucionario movilizó inicialmente a alrededor de 160 jóvenes, en su mayoría de La Habana, quienes partieron hacia Oriente en ómnibus, automóviles y en tren; y a bordo de este iba Raúl. Por cierto, él pudo verse impedido de intervenir en la épica del “26”, como sostiene Mario Mencía en El Moncada, la respuesta necesaria.
CAUSA PENDIENTE
Durante los días previos al 26 de julio de 1953, Raúl estaba sujeto a la medida judicial de libertad provisional. Contra él, el Tribunal de Urgencia de La Habana había radicado la Causa 412/1953, abierta el 9 de junio de ese año, por el delito de desorden público, indican fuentes consultadas; otras sostienen que por el de posesión de propaganda comunista. En realidad, el delito específico que le imputaban no hacía la diferencia.
Sí constituye una verdad irrefutable que el periódico Hoy, del Partido Socialista Popular, publicó en la portada de la edición del 9 de junio: “Detienen y golpean al estudiante Raúl Castro”. En concreto, permanecía preso en el Vivac, localizado en el Castillo del Príncipe, desde la madrugada del 7 de junio; en la noche anterior había arribado por el puerto de La Habana a bordo del buque Andrea Gritti, luego de visitar varios países de Europa y América Latina.
Antes, en febrero, salió hacia Viena, Austria, al frente de la delegación cubana a la Conferencia Internacional sobre los Derechos de la Juventud, celebrada en marzo. A seguidas, asistió en Bucarest, Rumanía, a la sesión del Comité Internacional Preparatorio del IV Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes.
De suelo rumano, pasó a Praga, Checoslovaquia, y más tarde a París, Francia, donde tenía reservado pasaje para trasladarse a Cuba; propósito frustrado debido a una huelga de los portuarios. En compañía de los jóvenes guatemaltecos Bernardo Lemus Mendoza y Ricardo Ramírez de León, tomó un tren rumbo a Génova, Italia, donde alcanzó boleto para el buque Andrea Gritti, a bordo del cual conoció al joven soviético Nikolái Leónov. Escalas en Nápoles, Curazao, Venezuela… Cuando el barco enfiló hacia la bahía de La Habana, intentó fotografiar la ciudad con sus ojos; ojos que lentamente se fueron poblando de cocuyos citadinos. Era la noche del 6 de junio.
Sin contratiempos, Raúl venció los trámites aduanales. Mientras buscaba un taxi, volvió sobre sus pasos; sus compañeros guatemaltecos enfrentaban un percance: en sus equipajes, las autoridades hallaron literatura, que clasificaron como subversiva. Resurgía la Santa Inquisición. Al mediar Raúl a favor de sus colegas de viaje, también le revisaron las dos maletas. Dentro, publicaciones, documentos, entintados de comunismo. Los tres: Raúl y los dos guatemaltecos, al Buró de Investigaciones; y, de ahí, directo al Vivac.
Gracias a la actuación de Fidel como abogado defensor, un juez ordenó la libertad provisional de su hermano; o sea, vísperas del 26 de julio Raúl tenía pendiente las vistas orales del proceso penal seguido en su contra. Si se hubiese celebrado el juicio y Raúl, condenado, no hubiera estado, ahora mismo, encima de aquella serpiente de hierro, que se deslizaba con más o menos cautela sobre los raíles de sólido acero, en busca de Santiago.
VOY CON MI PRIMO WINCHE
Entre vaivén y vaivén, el tren ya se adentraba en el Oriente cubano. Dejado atrás Cacocún, y antes de llegar al entronque de Alto Cedro —escribió Raúl—, sacó la cabeza por la ventanilla. Tanto aire casi le cerraba los ojos; tanta nostalgia, también. A la izquierda, el central Marcané; más a la derecha, el batey de Birán, en las faldas de la Sierra de Nipe. “(…) allí estaban mis padres, en el mismo lugar donde habían nacido todos sus hijos”, apuntó en su diario.
En otra ocasión, relató cómo logró trasladar dos de los Winchester, que tenía su padre, el viejo Ángel, en la casa. Ni por asomo sospechaba que el Moncada sería el objetivo militar. Luego de desarmar los fusiles, hizo dos paqueticos. Uno lo llevó consigo y lo colocó en la parte de arriba de los primeros asientos de la guagua; él se sentó al final. Desde Holguín, le había enviado un telegrama a Léster Rodríguez: “Llego mañana, voy con mi primo Winche”. El segundo paquete lo mandó por expreso, también a La Habana, a la casa de su novia por esa época.
Seguramente, esas armas las utilizaron los hermanos Castro Ruz en las cacerías y exploraciones a los Pinares durante su adolescencia y juventud; tiempos y recuerdos que volvieron a la memoria de Raúl, quien mantuvo fija la mirada en ese horizonte, hasta que el tren se lo permitió.
HORAS PREVIAS
Por tantos kilómetros vencidos, el tren Habana-Santiago llegó en jadeo puro a su destino. Transcurría la media tarde del 25 de julio. En la terminal, Abel Santamaría y Renato Guitart aguardaban por los 18 jóvenes. Al cruzar la calle, el hotel Perla de Cuba, donde se hospedarían. Mientras unos se bañaban para quitarse de encima las horas de viaje y el olor a herrumbre del tren; otros —entre ellos Raúl— se tiraron en la cama en aquellas habitaciones de mala muerte.
La comida, alrededor de las siete de la noche en el restaurante del hotel. Arroz con pollo, había ordenado Abel para todos. Como la ciudad vivía su carnaval, la presencia de los futuros moncadistas pasaba inadvertida. “Sentados en diferentes mesas —acotó Raúl en su diario— comían los compañeros, cuyos rostros estaban alegres, serenos y decididos, se necesitaba ser muy observador para poder ver en los ojos la tensión del momento”.
Para darle un toque de mayor naturalidad a la estancia allí, José Luis Tasende depositaba monedas en la victrola. Finalizada la comida, de nuevo a los cuartos. Solo restaba que los fueran a recoger para llevarlos al punto de concentración: la granjita Siboney.
“(…) me recosté con ropa y zapatos y con ambas manos detrás de la cabeza, los ojos fijos en el alto techo del viejo hotel y la cabeza llena de pensamientos esperaba que transcurrieran los minutos más lentos de mi vida”.
Afuera, el febril repique de los tambores se adueñaba de la calle. A punto de la medianoche, apareció un compañero con el aviso: “Fidel nos mandaba a buscar”. Había llegado la hora cero. “(…) después —anotó Raúl con las mismas manos que apretaron el gatillo el 26 de julio de 1953— dejaron de hablar los tambores al ser silenciados por el idioma de los primeros disparos (…)”.
FUENTES: El Moncada, la respuesta necesaria (Mario Mencía) y Revista Verde Olivo (edición especial dedicada a Raúl Castro)
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