San Pedro está a dos zancadas de la
costa sur. Cuentan que siglos atrás, una tempestad le cortó el paso al barco que llevaba a bordo la imagen de San Pedro. Procedía de Santiago de Cuba y su destino final era Trinidad. Los tripulantes desembarcaron y llevaron la efigie al asentamiento, de casas rústicas, levantadas a como diera lugar, con la mezcla de tierra, hierba y agua. Escambray indaga más allá del mito
PROTAGONISTAS
Librada en el tarabico de torcer sogas, en las vaquerías asistiendo a los terneros en su primer día de venir al mundo; Librada en el hervor de la manteca ardiente de corojo, en los potreros distantes buscando las fibras para las escobas, que aún a los 77 años dan sustento a su familia. No hay palmo de monte en San Pedro que Librada Balmaseda Martínez no haya caminado.
Con solo siete años, acompañaba a Juanico Zúñiga, su maestro en el arte de trenzar las pitas de guano. Dos caballos y hasta dos bueyes podían enlazarse juntos, y no había fuerza que rompiera aquellas sogas y lazos embadurnados de cera, hubiera narrado el cuentero Juan Candela, de Onelio Jorge Cardoso.
En el calendario perdido de esta artesana, no existe día señalado para el descanso. Apenas comienza la mañana, va para el patio y debajo de los tamarindos echa andar aquellos aparatos de hierro y madera, salidos del ingenio casero real y mágico, impuesto por la necesidad.
En jornadas de soles intensos en las que cuesta trabajo respirar por el asedio abrumador de los mosquitos y jejenes, le ayuda el esposo Pedro González, su mano derecha por años en este oficio, gracias al cual, además de sogas, confecciona frontiles de bueyes, escobas y cuanto andarivel se le ocurra a la mente pródiga de Librada.
“He sembrado para recoger”, dice sin sonrojos al hablar de sus tres hijos y de las largas caminatas, a veces con ellos al hombro, hasta las naves de la entonces vaquería El destete, de la cual ya no queda ni el nombre. Medio siglo atrás, las madrugadas sorprendían a esta mujer preparando yogur para los terneros y amamantando con biberones a los que apenas habían acabado de nacer.
También, hubo un tiempo en que el olor a frijoles negros recién hechos por Librada se colaba por las hendiduras de las ventanas, y al pueblo de San Pedro se le despertaba el hambre. Era la señal de que en el pequeño restaurante de la localidad ya se podía ir a comprar el almuerzo.
Y aún, en su casa, sigue con el caldero sobre el fogón de leña, velando que la manteca de corojo se trague el agua. “He buscado el sustento de mi familia con esto también y no ha sido fácil. Tienes que llenar hasta dos latas de estas almendras, que después debes secar y machucar, para que rinda algo”, aclara Librada y detiene la espumadera. Las manos huesudas entonces secan la frente que llueve sudores.
Por si no bastara, cuando regresa de buscar guano y palos de escobas en los montes de La Ermita o de la Loma del Puerto, recoge tamarindos en las matas que se le cruzan por delante. Hasta 10 libras de pulpa extrae, y luego las vende. “Barato, periodista, porque no se puede perder la vergüenza”.
Difícilmente, alguien pueda contarle los años a Librada. En su acta de nacimiento constan 77, pero ella asegura estar “más nueva porque los brazos no se le han caído ni le duele ná’”. Nadie lo duda, más por estos días en que sale a caminar y se le ve perderse entre el rocío y la hierba nueva.
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