Lo primero que te enseñan, cuando desembarcas deslumbrada en Sancti Spíritus, es la tríada icónica de su herencia colonial: el viaducto de cinco arcos sobre el Yayabo —siempre me ha parecido muy poco río para demasiado puente—; la mole inexpugnable de la Parroquial Mayor, que ha sobrevivido al embate de los huracanes sin enterarse apenas; y el Teatro Principal, que conserva intacta la fachada que diseñaron los espirituanos de principios del siglo XIX.
Pero no es este circuito de ensueño el que mejor define la “espirituanidad”. Más allá de su patrimonio erigido, gravita sobre las callejuelas y las plazas y los tejados de la otrora villa una cualidad intangible de la que no siempre los yayaberos “de verdad”, los reyoyos, son conscientes.
“La idiosincrasia actual del espirituano es el resultado de su historia, de los acontecimientos que marcaron su devenir y, fundamentalmente, de la actividad económica que predominó en la región: la ganadería”, ha comentado en más de una ocasión María Antonieta Jiménez Margolles, historiadora de la ciudad, para justificar el carácter pastoril tan típico de por estos predios.
Con su opinión coincide Juan Eduardo Bernal Echemendía, presidente de la Sociedad Cultural José Martí en la provincia y estudioso de la identidad de la región: “Las formas de producción ganaderas marcaron el ulterior desarrollo de las artes espirituanas, pródigas en géneros musicales cantables, pero no en manifestaciones danzarias —ha sostenido Juanelo en más de una tribuna—; este fenómeno también explica la supervivencia del legado campesino hasta en las más contemporáneas expresiones de la cultura”.
De ahí que algunos tilden de rural a una ciudad que se convirtió en capital de provincia a raíz de la División Político-Administrativa de 1976 y que, no obstante, ha venido albergando un complejo de inferioridad que en no pocas ocasiones la lleva a sentirse menos.
Todo ello, traducido al argot popular, significa que la llamada cuarta villa de Cuba puede llegar a ser tradicional y conservadora, dos calificativos que los hijos de esta tierra asumen con cierta dosis de resignación. Es también mediterránea y poco cosmopolita, “la más medieval de nuestras primeras villas”, como la definiera la experta en temas patrimoniales Alicia García Santana, quien ha alabado la peculiar fisonomía de la ciudad.
“Es posible que, debido a su mediterránea localización, la villa quedara un tanto aislada del resto del país y encerrada en su inmenso territorio tendió a aprovechar una y otra vez las estructuras arquitectónicas disponibles, dando lugar a la compleja estratigrafía constructiva que se advierte en sus edificaciones —recalca García Santana—. En esta villa fue habitual construir lo nuevo sobre lo viejo, lo que dio por resultado un rico perfil de edades superpuestas”.
Tan pintorescas como su peculiar arquitectura han sido las fórmulas a las que han recurrido los espirituanos para mantener a salvo las principales edificaciones, muchas de ellas severamente lastimadas por el paso del tiempo, por la falta de mantenimientos y de políticas coherentes de conservación y, en los últimos años, también por la crisis económica que pone a la gente a escoger entre arreglar un alero del siglo XIX o remendar las arcaicas redes de distribución de agua.
De semejantes dilemas no te percatas cuando llegas, obnubilada con cada arco de medio punto, con las calles que se retuercen sobre sí mismas en esa retícula urbana de plato roto, con los barrios que vas descubriendo de a poco; de semejantes dilemas te enteras muchos años después, cuando ya has tomado agua del Yayabo y empieza a dolerte que los Gallos pierdan frente a Villa Clara o que alguien llame a Sancti Spíritus “la aldea”.
Puede, incluso, que merezca el calificativo. Pero “el lugar donde has sido feliz”, al decir del poeta; el lugar donde ha nacido tu hija ya no será nunca más una aldea cualquiera.
Preciosa ciudad, amo a SANCTI SPÍRITUS.