Cuando sonó el portón de al lado habrían pasado escasamente 10 minutos después de que el reloj marcara las 7:00 a.m. Significaba que el hombre de la casa, el hijo de mi vecina, había salido para el trabajo en su automóvil. Medio minuto después se sintieron unos toques persistentes, como de desespero, en una puerta.
Sin tregua eran los toques. Se prolongaron tanto, sin mermar un ápice en el apremio, que me asomé por las persianas de cristal, sin salir al balcón, ya intrigada. El llamado no era, como creía, en la vivienda de enfrente, desde donde un vecino le respondió al dueño de la insistencia ante otra puerta, que entonces supe era exactamente la del joven que acababa de irse.
—¿Aquí no hay nadie?
—Sí hay, están durmiendo.
—¿Cómo se llama él?
—Él se llama fulano, y la mamá, mengana.
El vecino se fue de allí y el intruso siguió tocando sin recato. Estuve a punto de salir para advertirle al solicitante que en aquella casa dormían un bebé y una mujer embarazada, aunque a priori llegué a considerar inútil tal gestión, dada su conducta. Y en eso se abrió la puerta.
Yo alcanzaba a escuchar desde adentro. Mi vecina no tuvo tiempo de reprocharle el carácter de sus toques porque el “inquisidor” habló enseguida de un encargo y de un dinero que “el que vive aquí” debía entregar. Su tono era de alteración y urgencia; por momentos me pareció amenazante. “Iba a venir otro, pero no pudo; llámalo ahí y dile que vine a recoger el dinero”, le repetía a la mujer, que no lograba entender la demanda.
Salí enseguida, presta a advertirle, porque a esas alturas ya estaba convencida de que el hombre había visto salir a su hijo y sabía perfectamente que no estaba allí. Alcancé a ver solo una mochila negra en la espalda del sujeto, cuando entraba a la casa. Entonces me entró miedo por mi vecina, sentí que ella y los suyos corrían peligro. La llamé de inmediato: “Sal un momento, que quiero preguntarte algo”. Y cuando se asomó, tras varios segundos que me parecieron siglos, le grité con los ojos, los gestos de las manos y la boca, que articulaba, aunque sin voz: «¡Nooo! ¡Sácalo de ahí!”. Entendió.
Con la puerta abierta y sin dejar al hombre solo ni darle la espalda, pudo llamar al hijo. No había hecho ningún encargo. No le debía a nadie ningún dinero. “Bueno, dile que si se decide me avise, pa’ traerle el mandado”, simuló el visitante, cuyo rostro no alcancé a ver.
Pude detallar, eso sí, su vestimenta y su andar de tipo malo, de esos acostumbrados a conseguir lo que quieren, mientras se alejaba hacia la esquina de más allá.
—“Mija, ¿cómo es que lo dejaste entrar?—le dije—. Yo no le vi la cara, pero puedo asegurarte que sus intenciones no eran buenas; si tú te llegas a descuidar él te estafa, o te asalta. A mí me parece que estaba dispuesto a cualquier cosa, por su forma de conducirse.
—“Y eso que no le viste la cara”, asintió ella, con una mezcla de susto y zozobra.
El diálogo fue interrumpido por un vendedor de pan, que se acercó con su pregón.
No y la matan ahi mismo y no la pagan
hay que tener muuuucho cuidado que la violencia aumenta cada dia mas