Este no es lugar para gente blanda (+fotos)

Asegura Huverlín Marrero Vázquez, uno de los maestros alfareros más longevos de Sancti Spíritus, quien suma seis décadas de labor en tejares

Huverlín Marrero está considerado un maestro de generaciones de alfareros. (Foto: Arelys García/ Escambray)

Suda a mares, y el cuerpo entero le arde como brasa. En sus hombros de 72 años, Huverlín Marrero Vázquez, uno de los maestros alfareros más viejos de Sancti Spíritus, carga los troncos para la boca del horno que ya casi se traga un camión de leña. Los pies desnudos van y vienen ligeros; se burlan de la tierra rojiza, de la comezón de las hormigas.

Nadie como Huverlín sabe colocar la tronquería allá abajo, en la panza del horno, que se repletará luego de ladrillos. “Hasta en esto hay técnica, periodista. Nada puede fallar para que la leña arda pareja”. Son 58 años quemando ladrillos y rasillas y haciendo cuanto trabajo duro aparece en las naves de este tejar del reparto Kilo-12, en la ciudad de Sancti Spíritus, donde sus huesos, con seguridad, andan solos si los dejan.

Este no es lugar para gente blanda, advierte y, de repente, un mosquito que merodea en la sien recibe un manotazo. Huverlín ha pasado por las siete aguas calientes; en los caminos de su rostro así está escrito.

Desde hace 58 años, Huverlín Marrero se dedica a la alfarería. (Foto: Arelys García/ Escambray)

Cuenta que empezó a trabajar “en la época de Batista”, cuando el capataz estaba encima como jején en tiempo de calor. Tenía solo siete años, y en el tejar de Colón le pagaban apenas 20 quilos por arrear los mulos para hacer la pizza, una masa de barro medio rojizo y pegajoso, compactada, poco a poco, en un hueco en forma de círculo, nada profundo.

Aquellos mulos halando la enorme rueda de hierro; aquel niño con el torso desnudo y los falsos del short cortado como a cuchillos, traía de vuelta la imagen de los esclavos trabajando en los antiguos trapiches azucareros coloniales.

En ese tejar, Huverlín dejó su niñez y, sin percatarse, ya paleaba y vaciaba más de 200 carretillas de barro en aquel hueco en una mañana. Luego, de la mano de sus maestros Pascual Morgado, Mikim Rivero, Eumelio Rodríguez y Pancho López —todos fallecidos—, aprendió a encarrilar ladrillos, colocarlos de cabeza a cabeza y darle inclinación. 

“Esto es cosa brava de hacer. Son carretillas y carretillas de ladrillos mojados, que llevas para el campo de secado, y ahí, doblado todo el tiempo, los acomodas y los tratas como mujer fina; porque, al menor descuido, caen en efecto dominó: 100, 200 se te desmoronan de un solo golpe y tienes que hacerlos nuevamente”.

Esta y otras lecciones se las ha dado a más de un novato en el oficio y bien que las han aprendido; algunos han crecido, llevan más de 30 años a su lado y lo miran como el padre que nunca tuvieron. Sí lo saben jóvenes del Hogar de Niños sin Amparo Familiar, de Sancti Spíritus, para quienes el viejo Huverlín ha devenido la compañía que por horas rompe los muros del abandono o el vacío que deja la orfandad.

Huverlín en la máquina cortadora de ladrillos. (Foto: Arelys García/ Escambray)

EVOCACIONES EN EL TEJAR

En la nave principal del tejar Casa Blanca, de Kilo-12, apenas se escucha el sonido metálico de una vieja máquina. Para cualquier forastero, esa mole de hierro es un rompecabezas. Un embudo gigante engulle toneladas y toneladas de barro, las cuales, después, bajan por la estera, hechas una interminable lengüeta rectangular. Y al final, está el viejo Huverlín, listo para cortarla, para cortarla con suma precisión. “No puedes estar embobecí’o porque la masa viene que se mata y hay que picar de un planazo”, asegura, y alza la mano en señal de detener los motores. Es, entonces, que los dedos larguísimos del maestro alfarero, llenos de barro, toman el tabaco, a punto de apagarse. Una bocanada de humo grisáceo sube hasta el techo del tejar de más de 80 años, y con las nubes de humo llegan los recuerdos de quienes le dieron tamaño y memoria.

Del vientre de su madre Rogelia, fallecida a los 92 años, nacieron nueve hijos; el más guerrero de todos fue Erberto, el hermano mayor, quien, luego de la muerte del padre, traía a casa la comida todos los días. “Trabajaba duro, duro en un buldócer, en el Plan Arrocero del Sur del Jíbaro, en La Sierpe, y prácticamente nos crió a todos”, afirma Huverlín.

“Con estos ladrillos se han construido miles de casas en la ciudad de Sancti Spíritus”, asegura. (Foto: Arelys García/ Escambray)

La vida no tiene caminos llanos; no lo duda este espirituano, quien en 1986 formó parte de un batallón de la misión combativa cubana en Angola. Durante 28 meses vivió bajo tierra, en refugios y trincheras. El ataque de la artillería enemiga —relata— iniciaba al amanecer y no paraba hasta que el sol se ponía. Allí la muerte le mostró sus mil caras, y en más de una ocasión dejó a sus pies solo despojos de hombres. Alto, saliente en las cejas espesas, Huverlín se levanta de la banqueta polvorienta y parpadea varias veces. “Recordar estas cosas le ponen el corazón blandito a cualquiera, no crea”, reconoce.

EN EL VIENTRE DEL HORNO

A las 10:30 a.m., en medio de la barriga de uno de los hornos del tejar de Kilo-12, Huverlín Marrero parece que camina sobre cristales.

— ¿Por qué trabaja descalzo?, indaga esta periodista.

—En los tejares es ley andar sin zapatos para que las piezas no se rompan. Llevo 58 años de trabajo y nunca me he puesto zapatos aquí dentro. Me los quito cuando llego por la mañana y me los vuelvo a poner cuando me voy para la casa.

Para laborar en el tejar este alfarero nunca se ha puesto zapatos. (Foto: Arelys García/ Escambray)

Con las manos terrosas, el maestro de generaciones de alfareros ubica uno a uno los ladrillos que arderán, que se cocinarán en apenas horas, si se colocan bien y no hay piedra caliche en alguna de las piezas, aclara.

“Contadas veces me ha pasado, pero cuando uno de los camiones viene contaminado con estas piedras, el horno explota y 12 000 ladrillos se hacen sal y agua en solo segundos. Imagínese, un horno de estos puede alcanzar una temperatura de más 900 grados”, describe.

La tez negra, el cuerpo largo de Quijote, me ponen delante al hombre por cuyas manos han pasado los ladrillos y las tejas con los que se han construido miles de casas en la ciudad de Sancti Spíritus y quién sabe dónde más.

“¿Usted ve todas esas que están alrededor del tejar? Antes eso era un potrero; solo existía el consultorio del médico de la familia. Yo vivo feliz, porque miro para ahí ahora y veo tanta gente viviendo alrededor, en esas construcciones y muchos ni lo saben, pero están hechas con material salido de estas manos que están aquí”, dice y echa andar.

Huverlín camina de nuevo hacia el horno, que ya tiene su enorme garganta atestada de ladrillos listos para la quema. El maestro alfarero verifica todo. Prende el quemador que poco a poco hará brasas la mole de leña. Nadie lo ve, pero sí los ojos agudos y sabios de este hombre; el vientre del horno se va pintando de rojo; el rojo que anuncia los ladrillos por nacer.

“Este trabajo también es bonito, periodista, y qué bueno que ha venido, porque de los horneros nunca se habla”.

Arelys García Acosta

Texto de Arelys García Acosta
Máster en Ciencias de la Comunicación. Reportera de Radio Sancti Spíritus. Especializada en temas sociales.

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