Sobre las palmas, el amanecer dibuja una línea amarillenta y rojiza, que nace con toda la paciencia del mundo en las tierras del oriente cubano; y la línea deja de ser una línea para simular una media naranja, atascada entre los nubarrones.
—El día está engurruña’o, dice Julio Palmero Luis; un ganadero de pies a cabeza, que no anda mirando mucho el cielo.
Caigan rayos y centellas, a este sierpense no hay quien le cambie su ritual: de lunes a domingo, ordeña las vacas poco después de las tres de la mañana, arma la volanta y lleva la leche al punto de recogida del Lácteo.
Luego, ensilla el caballo; a ciegas puede hacerlo, por las veces que vio a su papá Anselmo colocarle el freno y el basto al animal. Palmero es capaz de coger la montura con una mano; que pesa, para él, lo que una pluma de gallo fino, y encasquetársela a la bestia sobre el lomo curvo y dócil, como lo hace ahora mismo.
Mientras Julio pone a punto la yegua, cuenta que su mamá Aida lo parió, prácticamente, encima de un caballo. Por ello, cuando asistía a la escuela, su cuerpo estaba en el pupitre y la cabeza, en las musarañas, o sea, detrás de las vacas, de los terneros.
Así le ocurrió hasta un día. Cursaba entonces la secundaria en La Presa; en un descuido del chofer del carro que llevaba la leche al centro escolar, subió por la parte trasera del camión, y cuando este paró en La Ferrolana, bajó y se escabulló con la velocidad de un tigre siberiano.
Al verlo entrar a la casa, Aida, su mamá, puso el grito en el cielo. Aquel lance terminó con el ingreso del muchacho en la Escuela de Oficios en la modalidad de Herrería y su estreno laboral antes de la edad regulada, con la anuencia del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
—Esta yegua está lista pa’ lo que sea.
Y con la agilidad de un veinteañero, aunque tiene 46 años en las costillas, Palmero agarra con su mano izquierda el pico de la montura, afinca la bota izquierda en el estribo, eleva la pierna derecha y cae a horcajadas encima de la bestia.
—Vamos a ver los animales que tengo.
DEL POTRERO A LA CORRALETA
Los charcos, por doquier, delatan la lluvia que, en sus brazos fríos, durmió a la noche. Es la lluvia que acurrucó otras noches y otros días recientes. Es la lluvia que pintó de todos los verdes posibles los cuartones del Pastoreo 4, área de Botijuela, de la Unidad Empresarial de Base Integral Ganadera, perteneciente a la Empresa Agroindustrial de Granos (EAIG) Sur del Jíbaro, de La Sierpe.
Al llegar al cuartón, Julio se baja de La Chivita, la yegua de turno.
—Ooah, ooooah. Ven, Gallinuela; ven, ven, Gallinueeela.
El voceo y los chiflidos de Julio despabilan la llanura. Las vacas, novillas, añojos, terneros y los toros obedecen al llamado de Palmero; como siempre, al frente viene Gallinuela. Son de la raza cebú bermejo; ideal para el clima tropical por ser fuerte y práctica, con doble propósito: carne y leche, al decir de este ganadero.
—¡Ooooaah!
Nuevamente, desde encima de la yegua, Julio suelta su voz; delante, los animales, que hunden sus cascos en el fango, camino a la corraleta, donde disponen de agua gracias a un molino de viento y de un panel solar.
—Mira, esa vaca parió anoche.
Ahora, Palmero diserta sobre cómo logra aquí cero muerte animal. Asegura que cela más a los terneros de los perros jíbaros que las mismas madres. Incluso, si alguna de estas deja la cría recién nacida a su suerte, la trae para la corraleta y hasta le da leche con sus propias manos. Únicamente, suelta el ternero en el potrero, cuando esté “duro”, en palabras de Julio.
Los animales se quieren como a la familia. Es la filosofía de este ganadero, quien afirma que conversa, que se entrevista con las vacas, y que solo de verlas caminar y mirarles a los ojos, sabe qué les pasa. Si alguna babea mucho, póngale el cuño: está atorada con un hueso o algo. Si tiene el morro seco, hay fiebre e infección. Si una vaca que siempre va delante, anda atrás, revísenla.
—Soy casi veterinario.
—Julio, ¿quiénes han sido sus maestros en la ganadería?
—Mi papá y Mario Aquino. Lo mismo domo caballos que capo puercos.
DE CABALLOS Y OTRAS PASIONES
La llovizna rocía la mañana, y obliga a los sabaneros, tojosas y sinsontes a refugiarse en los ramajes de las guásimas y en otros escondrijos del monte. Julio se desmonta de La Chivita y la toma por el freno. Mientras guía la yegua hasta la herrería, localizada a dos cuartas de su casa, confiesa lo obvio: él también vive para los caballos, que son, a su juicio, la insignia del ganadero. Por ello, cuando presta alguno, acompaña el gesto con la coletilla: me lo devuelves como mismo te lo llevas: cero maltratos.
De mucho le valió a Palmero cursar Herrería en la Escuela de Oficios; lo expresa con otras palabras, al levantarle la pata derecha trasera a la bestia; pero las que siguen sí las dijo letra por letra: “El caballo tiene que treparse arriba de la herradura; sentirse bien calza’o. Si le queda corta, anda mal. Esto es igual que en la Ortopedia con un zapato; si no es el que le sirve a la persona…”.
Y Julio no termina la frase. A Peligroso, uno de sus cuatro perros, no le hace mucha gracia la visita de los periodistas. Y gruñe, gruñe hasta que el dueño le advierte:
—Peligroso, quieto. Peligroooso.
El ganadero necesita de un buen caballo y de perros probados.
—Yo también converso con ellos y los acaricio todos los días.
A sus perros no hay ternero que se le esconda en el matorral; y en la noche, lo detectan todo. Por los ladridos, Julio reconoce si el que merodea la casa o la corraleta es un perro jíbaro o alguna persona.
A Palmero jamás le han robado un animal. A cada uno le pone nombre. Con solo echar un vistazo a la corraleta, sabe si le falta la vaca tal, el añojo tal. Y le agradece a la entonces dirección de la EAIG que le construyeran la vivienda en el corazón, en el medio del pecho del Pastoreo 4. Si tu ganado está aquí, ¿qué sentido tiene que duermas en Sancti Spíritus?, pregunta.
De su padre aprendió la lección, sintetizada en el adagio: El ojo del amo… Es, además, la lección que le dicta Julio a su hijo Gabriel. De apenas ocho años, el muchacho sueña con que llegue el fin de semana para ir a la casa de su papá en Boquerones, y madrugar, amanecer entre los mugidos de las reses.
Su hermana Gleidy, de 16 años, va menos allí; mas, ella no deja de ser de las pasiones de Julio. Pese a no vivir con sus hijos, es como si estuvieran siempre a su lado. Se preocupa y ocupa de sus problemas.
—Voy a las escuelas; los volteo. Aunque yo no sea de los más estudia’os, sí les caigo atrás.
La otra pasión de este espirituano es el rodeo; enlazar toros, vacas, lo que sea. Él disfruta el enlace de animales como tomar un vaso de agua fría, según dice. Su devoción por el rodeo resulta paradójica. Hace unos 15 años, en la pista de La Sierpe, Palmero cayó estrepitosamente del caballo ante todo el gentío. Tres fracturas en la tibia y el peroné de una pierna. Nunca antes había sentido dolores tan intensos. Siete meses permaneció con aquel yeso, que pesaba una tonelada. Aun así, a escasos días del accidente, ya montaba la volanta para llevar la leche al punto de recogida.
EL MUNDO DE PALMERO
A punto de mediodía, el sol continúa escondido detrás de los nubarrones. Escampa. De los ramajes de las guásimas, salen a vivir el día los sinsontes, las tojosas…
Julio desata el freno de la yegua de uno de los postes de la corraleta. Según su clasificación muy personal, hay días livianos; otros, bravos, bravos, que respiras de milagro: que aquella vaca parió, que tienes que herrar el caballo, chapear allá. “Desde que uno se levanta es un relámpago”, dice Palmero y dice más:
—Aquí es donde yo sé andar. Este es mi mundo, puede haber otro mejor; pero este es el mío.
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