La memoria y la desmemoria obsesionan a la raza humana. No en balde el arte acude, una y otra vez, a ellas como motivos poéticos, sin que parezcan acabarse jamás las maneras originales de reflexionar sobre lo que hemos sido como individuos o colectivos, y de qué forma la pérdida del recuerdo puede quebrarnos.
La Historia, como ciencia, tiene mucho de esa belleza intrínseca y, además, una influencia indudable en la existencia de los pueblos. Si no se historia el desarrollo, es imposible entender los procesos y sacar lecciones; con el consecuente peligro de la ingenuidad o la ceguera, y la repetición de costosos errores.
A través de la Historia puede un país conocerse a sí mismo; y sus hijos, por ello, ansiar defenderlo. ¿Cómo puede amar su Patria quien no le sabe los cauces y las causas? ¿Cómo valorar el hoy, si el ayer es una nebulosa o una sucesión de relatos tergiversados?
Hay en historiadoras e historiadores una vocación apasionada y valiente por hacer preguntas al pasado, y así explicarlo en todos sus matices y conexiones. Ejercer esa profesión implica no solo ética, sino también tenacidad, para buscar incluso allí donde parece que solo queda la especulación, y agudeza, porque más que enumerar hechos fríos, es preciso analizarlos.
Cuba tiene en la historia una de sus mayores riquezas morales, contar su devenir político, económico, social e incluso el de quienes parecen no tenerla implica hallar los afluentes de lo real y maravilloso que nos define.
El primer día de julio en el país se celebra el Día del Historiador Cubano. El nombramiento, en 1935, de Emilio Roig de Leuchsenring como historiador de la ciudad de La Habana, motiva el tributo a un ejercicio con tradición nacional de hidalguía y compromiso patrio.
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