María Antonieta Jiménez Margolles o Ñeñeca, como todos la conocen, nos revela una nueva faceta de su vida y abre su corazón para contarnos memorias de un viaje inolvidable.
Todos los espirituanos conocen a la mujer apasionada por la historia y amante de Sancti Spíritus, pero pocos a la joven que sirvió como traductora en Etiopía, durante la misión militar en 1977, y devino eterna enamorada de la cultura africana.
“Me fui en noviembre de 1977 y fue realmente impresionante la llegada a aquel país —describe la actual Historiadora de la villa del Yayabo—. Addis Abeba es una ciudad hermosa, con bellos edificios, me llamó la atención que predominaban los cristales negros, son muy elegantes. Luego pasamos por los suburbios, allí se veían cosas horrorosas debido a la situación de miseria.
“Cuando llegué, hacía pocos años de la llegada al poder de la Revolución etíope, que todavía no había podido acabar con esa situación. Vi personas semidesnudas por las calles, descalzas, pedían limosnas, vivían en lugares muy humildes, las casas se parecían a los caneyes cubanos, las paredes hechas de cuje revestidas con una mezcla que contenía excrementos secos de vaca y barro, esto le aporta calor, pues la meseta etíope es una zona muy fría, ubicada a más de 3 000 metros sobre el nivel del mar.
“Luego pasamos hacia las zonas rurales, había más miseria, y después llegamos al campamento de la milicia, donde íbamos a radicar. Nunca me asustó, pero recuerdo mujeres que iban conmigo muy sorprendidas por el lugar.
“El campamento donde radicamos tenía techos de zinc acanalado, que por dentro estaba revestido de un tejido de caña para dar calor, algo muy importante en esa zona; el piso era una especie de hormigón. Esos fueron nuestros albergues. El baño estaba un poco más lejos, digamos a 10 o 12 metros, y a unos 20 metros estaban la cocina y el comedor”.
Ñeñeca es una amante del café y disfruta mucho una taza en su día a día, pero no sospechaba que fue precisamente en África donde aprendió a tomar esta bebida.
“Preparaban café carretero, es un café que se hace hirviendo agua en unos tanques muy grandes, le echan café en polvo, un café puro maravilloso, pues aquella es la tierra del café. Luego de echarlo y dejar hervir, entonces ese café iba para el fondo y arriba quedaba el líquido. No le echaban azúcar al café, pero nosotros sí —sonríe—. Varias veces al día se hacía café y me fue encantando, es un café que no tiene igual en ninguna parte.
“Aprendí la historia del café, ellos cuentan que un pastor estaba con sus ovejas y comenzó a observar que no dormían en la noche, y se iban hacia unas plantas de frutos rojos, cuando comían eso era la peor noche. Se lo dijo al pastor de la zona, quien le ordenó que las quemara todas, pues eran del diablo, pero al quemarlas sintió un aroma maravilloso, no arrancó una mata más y se volvió un amante del café”.
El inglés fue el idioma que sirvió de puente entre los internacionalistas cubanos y los locales, pues las personas de cierto nivel en el país lo hablaban. El trabajo de Ñeñeca era directamente con los oficiales que impartían clases; las personas que entendían el amárico, lengua propia etíope, lo traducían al inglés y los cubanos hacían lo mismo con el español. El trabajo era complejo, se hacían muchas traducciones al día.
“Las mujeres estábamos lejos del frente de combate, nosotras traducíamos en el campamento —evoca—. Nos levantábamos todos los días muy temprano para ir al baño, con un frío horrible, pero no nevaba. El baño estaba preparado con tanques, debajo de estos ponían carbón para calentar el agua, y tener por las tuberías agua caliente. Luego de asearnos íbamos al comedor. Tuvimos que enseñarles cómo comíamos porque ellos echaban una cantidad muy grande de hierbas para sazonar la comida, tenían unas cebollas maravillosas, cultivaban el jengibre y adoraban la infusión de jengibre.
“Las personas pobres comían una especie de pan conocido como injera, lo hacían con un cereal llamado teff y lo ponían en unas planchas, parecían unas pizzas grandes de color carmelita; no era malo, pero un poco ácido, le echaban un sofrito muy picante, pero nosotros no lo comíamos. Tomaban infusión de jengibre con ese pan, los que iban al frente llevaban gofio con azúcar e higos maduros.
“En las zonas semidesérticas por el día hay mucho sol y calor, con más de 40 grados, y por la noche, debido a la falta de humedad, baja la temperatura a cero. Pero en la meseta etíope, donde nosotros estábamos, no se va el frío en todo el año, está a más de 3 000 metros sobre el nivel del mar. Llevamos desde aquí ropa para protegernos del frío, yo sufrí mucho por ese motivo”.
Ñeñeca se emociona al recordar a todos los conocidos durante esa misión; siente un profundo respeto y amor por el pueblo etíope. Por ello, sufre por la pobreza y discriminación que padecen estos pueblos, dueños de un continente bello y lleno de recursos.
“Los etíopes son personas muy dignas, nunca fueron un país colonizado, allí no llegó la trata, que fue la que acabó con la mentalidad del hombre africano, o de gran parte de ellos. En Etiopía existía un concepto del matrimonio diferente a otros lugares de África. Son un pueblo muy educado, cuando tú hablabas eran incapaces de interrumpir las conversaciones. Tuvimos que instruirlos en el proceso de la maternidad, pues ellos no tenían ningún tipo de educación sexual.
“La pobreza que vi allí me marcó para siempre, y aún me duele saber que muchos lugares siguen en estas condiciones. Recuerdo a los niños, que tenían una especie de caspa negra encima, eran moscas, pues ellos estaban tan deteriorados que no tenían fuerzas para espantarse las moscas.
“Un día estaba en Addis Abeba de compras y vi a una mujer en la acera con unos jimaguas muy lindos. Yo soy gran admiradora de la cultura africana. Los jimagüitas me llamaron mucho la atención y veo que la mujer se acerca a mí con dos pomitos vacíos haciéndome la señal de que no tenía leche para darles a sus hijos, y el traductor que estaba conmigo me dijo que una mujer rica le daba, pero ese día no tenía; le di todo el dinero que me quedaba para que comprara leche en polvo y alimentara a sus hijos. Ellos no tenían el mismo conocimiento que nosotros sobre la importancia de la lactancia materna, en el campamento los enseñamos y dimos varias clases sobre ese tema”.
De los compañeros cubanos se llevó también un grato recuerdo y amistades que todavía atesora. Para 1978 y luego de más de un año por tierras africanas, Ñeñeca había cumplido su misión y regresaba a Cuba, llena de memorias imborrables y con nostalgia por todo lo vivido.
“El regreso fue muy triste, lloré mucho. Las personas del campamento nos hacían gestos de cariño desde el pecho en señal de afecto. Durante otro viaje, años después, debido al mal tiempo, tuve que hacer estancia en Angola, me emocionó mucho estar al menos unas horas en esas tierras.
“Siempre fui una amante de la cultura africana, me parecía fascinante y lo confirmé con mi estancia en Etiopía. Los cubanos deberíamos estar muy orgullosos de nuestros vínculos con África y todo lo que representa. El primer mundo tiene que apoyar al sur a salir de la pobreza extrema. Aprendí a ser mejor persona gracias a ellos, por eso me gustaría tanto verlos prosperar y desarrollarse, pues tienen infinidad de recursos, y su gente es el más valioso”.
*Estudiante de Periodismo.
Precioso recuento de las remembranzas de nuestra querida historiadora local. Lo leí con mucho interés. Gracias, Gabriela!
Hermosas vivencias de esta cubana