Había llegado el momento de las maniguas, el momento de la revolución para hacer la República por la cual tanto había aclamado nuestro Apóstol José Martí. Lo había venido forjando durante años y finalmente lograría el apoyo e incorporación de todas las fuerzas utilizables. Una loable labor en la cual había depositado toda su confianza en pos de alcanzar la definitiva independencia para Cuba.
La insurrección cuenta para iniciarse con los antiguos jefes militares de la guerra anterior. Una buena parte de ellos se encontraba en el exilio. Martí ha sondeado durante más de un año la disposición que tenía cada uno para enrolarse en la nueva contienda. Los veteranos de la contienda, los llamados Pinos Viejos, constituyen ahora el nexo, la unión indispensable con todos aquellos elementos que ven posible y viable a través de la lucha armada echar de Cuba al poder colonial español.
A propósito, cuenta Máximo Gómez en su Diario de Campaña que el día 11 de septiembre de 1892 llegaba a La Reforma “el señor José Martí, Delegado del Partido Revolucionario Cubano, que viene a conferenciar conmigo sobre asuntos de la misma Revolución que se organiza”. Y más adelante aclara: “Le he ofrecido mi concurso, en todo y para todo lo que se me considere útil, prometiendo servir a esa Revolución, con el mismo desprendimiento, desinterés personal y lealtad con que la serví en el 68”. En efecto, su entera aprobación e incorporación a la lucha armada fue determinante desde el inicio de la misma, donde resultó uno de los principales líderes.
Mientras tanto, otro de los más importantes jefes militares de esta guerra que se avecinaba, Antonio Maceo también había dado su resuelta aprobación. Un año antes del estallido revolucionario en medio de su afanosa tarea, Martí le escribe una misiva al general donde le explica que las autoridades españolas estaban tratando de aplastar la revolución que se gestaba en sus piezas fundamentales en la isla. No obstante, sin saber Antonio Maceo que tenía dicha carta en curso, le escribió el 12 de enero al delegado, en respuesta a una misiva anterior, que tanto la muerte de su madre como la de su padre y el Pacto del Zanjón constituían las más dolorosas y tristes emociones que había experimentado en su vida revolucionaria. Y ahora, con la muerte de Mariana, volvía a reafirmar su convicción de combatir por la independencia de Cuba, lo que para ella también había sido su altar.
El 29 de enero de 1895 se redactó por fin, en Nueva York, el decreto de alzamiento en toda la isla de Cuba; documento que tuvo tres firmas: la de José Martí, como delegado del Partido Revolucionario Cubano; la del general Mayía Rodríguez, como representante personal del general Máximo Gómez; y la del comandante Enrique Collazo.
Allí se aclaraba que “el alzamiento debía producirse durante la segunda quincena y no antes del mes de febrero”, y especificaba que se haría “con la mayor simultaneidad”. Se corría el riesgo de un fracaso, pues no existía seguridad del respaldo efectivo de todo el país. De ahí la importancia de que las acciones se desarrollaran a escala nacional y no regional o provincial.
El encargado de llevar la orden a todos los jefes complotados en el territorio nacional fue Juan Gualberto Gómez, intermediario de José Martí en Cuba.
A pesar de tales propósitos, la respuesta al levantamiento del 24 de febrero de 1895 fue de expectación e incertidumbre. Los alzamientos de La Habana y Matanzas resultan frustrados. En Oriente, casi al unísono, la inmensa mayoría de los pueblos respondió al llamado de la guerra: Tunas, Manzanillo, Bayamo, Holguín, Santiago de Cuba, Guantánamo, Baracoa. En el caso de Las Villas y Camagüey el panorama resultaba un poco distinto, teniendo en cuenta sobre todo que los camagüeyanos se mantuvieron reacios en un principio, pero luego de la introducción de las armas en ese territorio se había encendido la llama de la revolución.
Señala Enrique Loynaz del Castillo, en el libro Memorias de la guerra, que, aunque precarios los principales líderes del alzamiento en cada región del país, no se vieron tan faltos de recursos. Independientemente del fracaso del Plan de La Fernandina, ya había Martí enviado 2 000 pesos que recibió Enrique Collazo del señor Eduardo Hidalgo Gato. Alega Enrique Collazo que con el propio Hidalgo Gato remitiría José Martí otros 7 000 pesos más a Juan Gualberto Gómez para los revolucionarios de La Habana y Matanzas, arguyendo las facilidades de la compra de armamentos en La Habana. En tal sentido, no se puede obviar tampoco la importante contribución que realizó Manuel García, desde su condición de bandido en los campos cubanos, por cuyo concepto abonó más de 15 000 pesos para los preparativos revolucionarios; acto que, por cierto, no tuvo en Martí la más clara aprobación. Por tal motivo le escribe a Juan Gualberto Gómez: “La República debe venir pura desde la raíz”.
Después del fracaso de La Fernandina, el tesoro del Partido Revolucionario Cubano se agotó y se hizo casi imposible continuar enviando remesas a los grupos de La Habana y Matanzas. Con la ayuda pecuniaria de la señora Govín de Miranda y de Eduardo Hidalgo Gato, así como envíos de última hora provenientes de Tampa y Cayo Hueso, pudieron pagarse los pasajes de Martí y sus acompañantes a Santo Domingo. De este recaudo salió también el dinero para las expediciones de Máximo Gómez y de Antonio Maceo, a quien el delegado del Partido le había enviado la cifra de 2 000 pesos oro a manos del comisionado Frank Agramonte.
Sin embargo, para las expediciones de Carlos Roloff y Serafín Sánchez no le quedaba a Martí dinero disponible y quedó confiada la partida de ambos en el patriotismo generoso de los cubanos que se encontraban en Cayo Hueso. Los tabaqueros hicieron su contribución y su sacrificio no resultó en vano.
Por su parte, el 23 de febrero el capitán general de la isla de Cuba, general Callejas, dispuso un bando que ponía en vigor la Ley de Orden Público del 23 de junio de 1870 y, cuatro días después, otro declarando el estado de sitio de las provincias de Santiago de Cuba y Matanzas. No obstante, los cubanos con resolución de que iba a surgir la República no se detuvieron en su afán y de inmediato ocuparon sus puestos de honor. El general Bartolomé Masó se trasladó a su finca La Jagüita dos días antes del 24 de febrero, fecha señalada para el levantamiento armado. En efecto, ese propio día desplegó en Bayate, al frente de numerosos sublevados, la bandera de la estrella solitaria.
En Guantánamo el general Pedro Agustín Pérez y otros combatientes lanzaron la propia mañana del 24 el grito de Libertad o Muerte. Un hecho destacable en este contexto fue el del general Guillermón Moncada, quien prácticamente moribundo acudió a la cita de honor en Aserradero, secundado por Rafael Portuondo Tamayo, Mariano Sánchez Vaillant y otros jóvenes distinguidos de Santiago de Cuba.
En El Cobre se alzaban una vez más Quintín Bandera y Alfonso Goulet, mientras que, en Baire, Saturnino Lora, acompañado de sus hermanos Mariano y Alfredo y numerosas huestes, hizo de igual manera un llamado a las armas. Aunque vale destacar que en este territorio existía un fuerte grupo autonomista que, junto a los consejos de un astuto abogado, Alfredo Betancourt Manduley, opuesto a la rebeldía popular con el fin de alcanzar la independencia, se dio un mísero viva a la Autonomía y enarboló la bandera española cruzada por dos franjas blancas diagonales. Las intrigas ocasionadas por los autonomistas de Baire pronto encontraron una respuesta de acción de acuerdo con los requerimientos de las circunstancias en la reacción vigorosa por el ideal independentista que tuvo el veterano Jesús Rabí.
Holguín había empuñado las armas de la libertad liderado por el gran periodista José Miró Argenter, mientras Camagüey, desorientado por la influencia de los autonomistas y de algunos elementos interesados en la prosperidad azucarera, fue reacio, en un primer momento, a emanciparse. Aun así, para honra de esa tierra, el 24 de febrero Mauricio Montejo, Ángel Castillo y Francisco Recio, al frente de dos grupos de sublevados, se alzaron en armas.
La impaciencia en Las Villas por parte de los patriotas decididos a tomar las armas no se hizo esperar, pero la salida al extranjero de quien estaba llamado a ser el máximo representante del movimiento revolucionario en esta zona, Francisco Carrillo, paralizó de súbito las acciones. Entre tanto, en La Habana y Matanzas el general Julio Sanguily y el coronel Francisco Aguirre fueron presos en la propia mañana de esa jornada. Solo dos grupos llegaron a alzarse en esas provincias: el de Juan Gualberto Gómez y el de Antonio López Coloma.
Después de tantos intentos y preparativos, los sucesos acaecidos en el occidente del país no llegaron a tener la connotación que requerían. A pesar de ello y el fracaso de las primeras acciones, la continuidad de una nueva gesta revolucionaria era inminente y ese ánimo había calado bien hondo en los sentimientos de los más genuinos revolucionarios dentro y fuera del país. La guerra que se ha inmortalizado con el Grito de Baire fue el llamado a todo un pueblo para conquistar su independencia.
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