Educar es una tarea compleja y comprometida. A propósito, José Martí aseguraba: “Educar es poner a cada hombre al nivel de su tiempo para que flote sobre él y no ponerlo por debajo de su tiempo con lo que no podrá salir a flote”. Entre tantos otros grandes maestros de nuestra historia como José de la Luz y Caballero, quien tuvo gran prestigio en la época colonial, resalta una marcada diferencia entre enseñar y educar. Enseñar podía cualquiera, educar solo quien fuera un evangelio vivo.
Lo cierto es que la enseñanza de la mano de la educación reviste especial importancia, sobre todo en un mundo complejo que le exige al individuo desenvolverse y un nivel de preparación práctica y teórica superior. Sin embargo, la cuestión de la enseñanza fue mucho más complicada, teniendo en cuenta los significados tradicionales que se recogen en el imaginario popular de la escuela. Por ejemplo, una de las creencias dentro de ese imaginario que prevalece es el de la escuela como centro correccional de la infancia por excelencia.
En tal sentido infiere el doctor en Ciencias Históricas Yoel Cordoví Nuñez en su artículo Vigilar y castigar: Pedagogía y castigo en las escuelas cubanas a inicios del siglo XX, que el pedagogo Manuel Fernández Valdés creía escuchar a los padres de los alumnos con problemas de conducta en el aula alertando a sus hijos: “Si me mortificas con tus movimientos y retozos; si haces ruido en la casa, si aturdes mis oídos cuando yo duermo la siesta (…) te mandaré a la escuela. Allí el maestro te meterá en cintura por majadero”.
Otro maestro y colaborador de la revista La Instrucción Primaria hace una conceptualización más explícita de lo que para muchos era la escuela en ese momento, refiriéndose a esta como “una cárcel o presidio donde los pobres niños deban ser recluidos forzosamente por algunos años para que, purgando sus culpas y domando, a modo de bestias feroces, sus malignas propensiones, sus instintos perversos se corrijan y enmienden (…) en aquel tan antipático lugar de corrección o más bien en aquello que tanto se asemejaba a tremendo y formidable cuartel”.
Por supuesto que hubo maestros que cumplían fidedignamente con estos preceptos. Era común en la escuela cubana de principios del siglo XX, y sus clases se basaban en la tradición puesta en evidencia de que “la letra con sangre entra”. Para ello el látigo y la palmeta fueron recursos continuamente usados. De hecho, como antecedente inmediato durante la primera ocupación militar fueron separados maestros de sus cargos por herir físicamente a sus alumnos.
Las leyes del gobierno de ocupación prohibieron los castigos corporales, como métodos disciplinarios en las instituciones educacionales, en primer lugar, por los reclamos de algunos pedagogos de renombre de los siglos XIX e inicios del XX; y, en segundo lugar, por los principios de la escuela nueva. De aquí nacieron las contradicciones entre este tipo de maestros y aquellos que estaban apegados a los moldes escolásticos. Estos últimos eran partidarios de que si se suprimían los castigos se atentaba contra el orden y el buen funcionamiento de las clases.
Del mismo modo, había padres que se quejaban de que ya no castigaban a sus hijos como antes, con lo que concebían una degeneración en el sistema educacional. Por consiguiente, aparecía una nueva disyuntiva: cómo instruir y dominar una clase sin utilizar la penitencia.
A estas exigencias, en estrecha relación con las capacidades pedagógicas del maestro, también se añadía un elemento de suma importancia: el espacial, debido a que el aula debía estar diseñada de forma tal que el maestro resaltara por encima de sus discípulos. “Cuando el maestro adquiere el mal hábito de permanecer sentado, tiene que duplicar sus energías para obtener el orden a que aspira”. En cambio, un alumno de pie en el aula tenía una connotación totalmente diferente: se trataba de un corregido que cumplía el castigo fuera de su puesto.
Se abogaba por que desapareciera del aula el espectáculo punitivo y se pasara a otro tipo de castigo más sutil. En esa sutileza en las medidas de control escolar radicaba también la esencia individualizadora propia del movimiento de la escuela nueva.
En líneas generales se hablaba de niños indisciplinados, anormales y con retraso sin hacer distinciones de raza; sin embargo, también el racismo tenía su presencia en las escuelas. En una sociedad marcada por el fenómeno de la esclavitud era normal su presencia. El niño de la raza negra se tornó en el modelo de indisciplina y del perfecto delincuente que estaba en ciernes de su formación.
La diferencia en los coeficientes de inteligencia también aludía a una marcada discriminación que no solo iba de la raza, sino también que partía de la propia Psicología aplicada que incursionó en investigaciones que pretendían demostrar la incompatibilidad y dificultades de las razas en determinados fenómenos psicosociales.
Es válido aclarar que, a pesar de esta realidad de principios del siglo XX en el sistema educacional cubano, se buscaba ofertar la imagen de una sociedad igualitaria, sin distinciones de razas y con iguales derechos. Tanto así que durante el segundo gobierno de ocupación militar norteamericano el entonces Secretario de Instrucción Pública consideraba que “la cuestión racial no había entrado todavía en el sistema escolar”. Pero la realidad era otra muy distinta, la escuela continuaba siendo uno de los espacios privilegiados en los que se reflejaban con nitidez las complejidades de la sociedad cubana en los albores de la República.
Lo cierto es que la política educacional en nuestro país fue variando. Una influencia notoria en este sentido tuvo el protestantismo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Los presbiterianos se sumaron al movimiento ecuménico en contra del alcoholismo, la prostitución y el juego.
Guiados por los mejores deseos de superación, los misioneros tuvieron entre sus propósitos iniciales educar e instruir a favor de las más severas normas de honradez profesional. Trataron de proporcionar al estudiante los más eficientes métodos de enseñanza-aprendizaje, acordes con los últimos dictados de la ciencia pedagógica y siempre tratando de formar personalidades integrales. Los métodos y programas de estudio, las actividades extracurriculares, el interés por formar ciudadanos conscientes de su papel en la sociedad, la transmisión de valores morales, los hábitos de lectura, el amor a las artes, a las ciencias, a la naturaleza y a la agricultura se convirtió en la labor educacional de los colegios protestantes.
Los métodos de enseñanza basados en los castigos corporales de los primeros años del siglo XX habían sido sustituidos, acorde a los nuevos tiempos y al papel renovador de la enseñanza. La educación demostró que se puede prescindir del castigo para enseñar y educar. El poder puede emanar del conocimiento y asumirse no de manera arbitraria y opresiva.
Ese es un punto de vista que puede tener diversas lecturas, teniendo en cuenta que el aprendizaje relacionado con los castigos, también inducen al entendimiento de la imposición de una idea preconcebida. Por lo que cada día cobra especial connotación la labor de educar y enseñar, con los métodos correctos para crear hombres integrales y cuyos principios respondan a la utilidad de la virtud. En palabras del propio filósofo griego Sócrates: “El conocimiento es la virtud y solo si se sabe se puede divisar el bien”. Por ende, la educación es potencialmente el arma más poderosa que puede ser usada para cambiar el mundo parafraseando a otro grande de su tiempo, Nelson Mandela.
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