La sobrevida de San Pedro

Asentamiento habitado, casi exclusivamente, por esclavos africanos a inicios de la centuria pasada, este barrio trinitario heredó la humildad y la resistencia de sus ancestros

El poblado está ubicado a poco más de 30 kilómetros de la ciudad de Trinidad. (Foto: Alien Fernández/Escambray).

San Pedro está a dos zancadas de la costa sur. Es fácil advertirlo por la plaga de mosquitos, alborotada por el menor aguacero en los manglares, y que asalta a los forasteros en busca de carne nueva. Y sucede desde que el Niva dobla hacia la izquierda, en un punto de la carretera Sancti Spíritus-Trinidad. De ahí al poblado existen apenas 12 kilómetros; aunque parezcan 100 o 200. Ese vial es un solo hueco. Comentárselo a algún lugareño es como cuquear un panal de avispas.

Cuentan que siglos atrás, una tempestad le cortó el paso al barco que llevaba a bordo la imagen de San Pedro. Procedía de Santiago de Cuba y su destino final era Trinidad. Los tripulantes desembarcaron y llevaron la efigie al asentamiento, de casas rústicas, levantadas a como diera lugar, con la mezcla de tierra, hierba y agua.

Cuando la tormenta amainó, los viajeros continuaron la travesía; pero, dejaron la figura de San Pedro al abrigo de los habitantes de la localidad; quienes hasta hoy siguen venerando a este pescador judío, devenido el primer papa y uno de los 12 apóstoles, en los límites de la tradición católica.

Más que por reverencia ciega al santo patrón y sí por necesidad, vecinos de esa comarca se hacen al mar al final de la madrugada y retornan, al mediodía, con los ensartes de pescado, listos para la venta en el poblado.

Es la urgencia de un barrio —nacido en las entrañas de un potrero—, en cuyas casas entraban por puertas y ventanas el mugido de las reses y el voceo de los monteros, apagados, prácticamente, por la crisis económica de los años 90, que tajó, de un planazo, el ordeño mecanizado de las vaquerías y hasta las propias vaquerías.

Es el pie forzado, impuesto por las circunstancias, que llevó a Librada, trabajadora de esas instalaciones a emplearse en el restaurante del caserío, donde se jubiló, y hoy es una notable artesana. De sus manos, salen escobas, frontiles para bueyes, sogas y hasta manteca de corojo y pulpa de tamarindo.

Es el imperativo económico, que urgió a Yusdeivy, cocinero de una escuela cercana, a tirarse el hacha sobre el hombro y adentrarse en el monte para hacer carbón. Es la necesidad, que hizo a la enfermera Beatriz volver sobre sus pasos, y ahí está de nuevo en el consultorio, donde no sorprendería verla dando consultas, debido a la inestabilidad del médico.

La gente de San Pedro encara la sobrevida. Lo explica el carretón, tirado por un caballo, que a punto de mediodía aún sigue pregonando, a voz en cuello, la venta de espaguetis y pollo. Lo explica la claridad de Luis Sebastián a sus 110 años de edad. Ni las picadas de los mosquitos las siente este jiquí de carne y hueso; quien prosigue dando guerra —según su teoría de la supervivencia— por tanta harina, jutía y cabeza de pescado que comió.

Luis Sebastián ha desgranado toda su vida en San Pedro, cuyos pobladores aprendieron a capear el temporal y a disfrutar, a sus anchas, la fiesta de la Cruz de Mayo, del día 3; la dedicada al santo patrón, cada 29 de junio, y las que vengan. Ellos no viven en el fin del mundo, asegura Julia, la presidenta del Consejo Popular y, a estas alturas, también estoy por creerlo.    

Enrique Ojito

Texto de Enrique Ojito
Premio Nacional de Periodismo José Martí, por la obra de la vida (2020). Máster en Ciencias de la Comunicación. Ganador de los más importantes concursos periodísticos del país.

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