Deja bien clara su sentencia antes de comenzar con la entrevista. Es franco y habla sin modestias fingidas. “A decir verdad, siento que no soy merecedor de tamaño reconocimiento”. Pero si algo promete hacer para serlo es continuar labrando el camino hasta que la pelona lo visite alguna madrugada, ojalá lejana en el tiempo.
Leovigilio Puig González ofrece con orgullo la comodidad de su casa: austera, pequeña, discretamente decorada y colmada de fotos, libros y muchos otros recuerdos que, según confiesa, le fueron entregados por personas de buena fe.
“Fuimos tres merecedores del premio: mis dos hermanas y yo, que somos los únicos Puig González que quedan en la familia. Es la primera vez que recibo una condecoración de semejante categoría”.
Leovigilio narra que lo de revolucionario le viene de familia, casi de cuna. Su madre, revolucionaria, profundamente martiana y fidelista, les trasladó muchos de los valores más excelsos de los próceres de la Revolución.
“Mis hermanas tienen una trayectoria, para ser franco, envidiable. Alfabetizaron en condiciones en extremo difíciles, con los alzados en las lomas y pisándoles los talones. Cuando terminaron su misión optaron por la licenciatura.
“Apenas unos años antes, en los tiempos del capitalismo en Cuba, ellas tres y yo comenzamos un curso en la Escuela de Artes y Oficios. Sin embargo, yo no lo terminé: me expulsaron junto con otros 13 colegas por luchar contra el régimen”.
A partir de ahí conoció lo duro de la vida en las calles. Para sobrevivir y ayudar a su familia, limpiaba una casa, repartía periódicos y todo ello le proporcionaba 40 pesos al mes. Luego del Primero de Enero de 1959, le asignaron el cuidado del Parque Martí. Un día se levantó, empacó algunas pertenencias y, mochila al hombro, con 60 pesos en el bolsillo, se fue a probar suerte a la capital.
“Soy oriundo de La Paloma, bien cerca de Caracusey. Podrás imaginar lo perdido que estuve los primeros días. Sin embargo, si debo agradecerle a alguien, fue a dos grandes orientadoras y amigas que me guiaron en aquellos tiempos de incertidumbre: Nilda Rabelo y Mercedes Castro”.
Fueron ellas quienes le consiguieron trabajo y, después de varios días, albergue. Así, comenzó una enorme lista de trabajos que, sería difícil enumerar.
“Me llevaron adonde un señor que fuera cuñado de Frank País y me dieron una plaza de jefe de Mantenimiento, trabajé en un instituto de Cultura donde pagaba a orquestas que hacían galas en la región occidental, aprendí inglés y fui mecanógrafo en las lenguas de Shakespeare y Cervantes, estudié francés, todo de forma autodidacta.
“Fui jefe de Productos Racionados y en Santiago de las Vegas comenzó mi verdadera carrera de dirección. Llegué a primer secretario del Partido en la región y quedé dos veces en primer lugar de la emulación en varios sitios. Recuerdo tres de ellos: Centro Habana, Guanabacoa y 10 de Octubre”.
El resto es historia viva. Tras muchos años de dirección en algunas de las más altas esferas del país, Puig González optó por regresar a su terruño, la patria chica, como nos recuerda que solía decir Pepe Antonio. Desde entonces ha desempeñado sin intermitencias el puesto de presidente del Comité de Defensa de la Revolución.
“Y aquí me ve usted, echando pa’lante con la memoria de Fidel, y todos los valores que mi madre me legó. Ahora mismo estoy un poquito mal de salud. Imagine, la edad. Me atiendo en Cienfuegos y no puedo moverme demasiado porque me operé este ojo (señala el derecho), pero eso sana rápido”.
Comienza a llover.
¿Y qué cree de esta lluvia que pospuso la entrega del reconocimiento?
“Me dio tiempo para pensar, para regocijarme y para llenarme de valor. Uno no recibe el Premio del Barrio todas las veces, incluso si ha dedicado los últimos 20 años de su vida a hacer de su barrio un hogar”.
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