Los perros del campo no son iguales a los perros de la ciudad

Hasta en los animales domésticos pueden percibirse las diferencias entre el campo y la ciudad

Foto: Ernesto Bazán

Tienen las mismas cuatro patas y la misma expresión de fidelidad en la mirada, pero los perros de la ciudad no son exactamente iguales a los perros del campo; como los humanos que habitan aquellos lares, que por más cruzadas teatrales que se inventen para animarles las noches de Pascuas a San Juan; por más planes asistenciales que se dibujen en papeles y, solo a ratos, en los trillos de las comunidades, no puede afirmarse rotundamente que lleven una vida fácil.

Fácil, lo que se dice fácil, no: con la tierra de cultivar en el patio de la casa, pareciera que los campesinos sintieran menos la carestía de los alimentos o que les bastara con lo que sacan del surco para darse por satisfechos. Eso tienen los reportes del noticiero, que son capaces de crear semejantes espejismos.

Pero ni todos los guajiros levantan cosechas millonarias —algunos sí, para qué negarlo—, ni tiene ahora mismo el campo cubano la infraestructura que solía tener en la década pasada. La reorganización de las escuelas y de los servicios médicos, por ejemplo, no fue una medida lo que se dice popular en los caseríos más intrincados; la determinación, tomada hace ya algunos años, vino a complejizar la vida en los antiguos bateyes azucareros y en los pueblos encaramados en la montaña.

No debe ser lo mismo resolver las pequeñas diligencias cotidianas allá arriba, donde el diablo dio las tres voces y las guaguas dan —si acaso— un viaje a la semana, que junto al parque Serafín Sánchez y con más de 10 tiendas y mipymes a la mano.

Tampoco debe ser equiparable el esfuerzo de ensillar el caballo, subir a la grupa al niño de ocho años, recorrer 10 kilómetros para llevarlo a la escuela y después regresar para entrarle al surco, que agarrar de la mano a un niño de ocho años, caminar 10 cuadras y seguir tranquilamente para el trabajo. Suposiciones mías, repito, que no he vivido monte adentro más que el tiempo de rigor de las antiguas escuelas al campo.

Pero a lo que iba: los perros de ciudad, como sus dueños, no son del todo iguales a los nacidos y criados en zonas rurales. Los perros que viven en “la placa” se estresan más, forzados a orinar y hasta a ladrar mirando los horarios, reducidos a un rincón de apartamento e incapaces de enterrar huesos entre las losas de la casa. Envidian la libertad de los potreros.

Algo tenían que envidiar, parece decir un cachorro de perro sato que, tirado a la larga el otro día en un camino en medio de la nada, ni siquiera se sorprendió cuando una mole de hierro estuvo a punto de arrollarlo. El chofer frenó de pronto, asustado con aquel animal temerario que ni se inmutaba con el jeep que tenía delante.

El perro levantó la cabeza, miró lo que de seguro le pareció una carreta sin bueyes, y se recostó de nuevo para “seguir echando”. Ese perro del fin del mundo, sin dudas, jamás había visto un carro.

Gisselle Morales

Texto de Gisselle Morales
Periodista y editora web de Escambray. Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por la obra del año (2016). Autora del blog Cuba profunda.

Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *