—¿Se acuerda de mí?, preguntó, al entrar, a la mujer detrás del buró.
—¡Claro que me acuerdo de ti!, respondió ella, sonriente.
Entonces supe que esta no era su primera visita al Museo Provincial de Historia. Poco después podría incluso comprobar que sabía exactamente dónde se encontraban algunas de las piezas en exposición. Era la mañana del sábado 6 de enero.
Mientras caminábamos por el parque Serafín Sánchez Valdivia para dirigirnos a casa, Marcel Eduardo me había hablado de un lugar allí cerca donde se guardaban “cosas de José Martí”, que había conocido a través de su mamá “hace tiempo, cuando yo tenía cinco años”. Según pude averiguar después, había estado allí en el verano anterior, ya con seis años, su edad actual. “Hay que pagar, Aya, pero poquito”, precisó. Claro está, él no tenía que abonar importe alguno.
Y entonces, luego del saludo de rigor, recorrimos las diferentes salas de la antigua y elegante casona, bajo la mirada entre curiosa y asombrada de la veladora. No es usual que vayan al museo niños tan pequeños; menos así, por propia iniciativa, comentaron ella y la mujer de la recepción. Yo tampoco salía de mi asombro.
Su mayor atención se centró en las armas: pistolas, rifles, espadas. Uno de sus juegos favoritos son las peleas con armas sofisticadas que se inventa; entonces yo soy su oponente y, salvo raras excepciones, él vence. A veces las pistolas, o las espadas, son los periódicos envueltos.
Se detuvo ante una vitrina donde, junto a un ejemplar de El Fénix, primer periódico espirituano, fundadoen 1834, hay una máquina de escribir muy antigua. Él los había visto antes e hizo las veces de mi guía. Cree que en esa máquina escribió Martí, para ese periódico, y así me lo dijo. Con el tiempo irá conociendo la historia real.
Pero sí había una especie de plato con el rostro del Maestro, y un libro de sus Obras Completas que igualmente captaron su atención.
Le hice fotos, muchas. Capté su rostro infantil deslumbrado por el conocimiento que se abre ante él, y que esta vez se procuró enteramente solo. Hizo bien su mamá en llevarlo allí, donde ella misma trabajó durante unos años luego de graduarse en Estudios Socioculturales.
Marcel quiso ver exactamente el lugar donde trabajó ella, y así lo preguntó. Orlando Álvarez de la Paz, arqueólogo e investigador, lo ayudó en ese menester. Antes de concluir el recorrido Marcel Eduardo miró el busto de Serafín Sánchez y memorizó su nombre luego de escuchar que también “luchó por Cuba”, como dice él de Martí, y conocer que fue su amigo.
Escudriñó el cañón junto al busto, y también la minúscula réplica del vehículo que transportó por casi toda la isla los restos mortales de Fidel Castro.
No sé quién o qué será el día de mañana, ni dónde estará. Solo sé que sentí un orgullo inmenso de constatar que lo atrae la historia, y que encuentra encanto en un museo.
Recordé a mi padre, su bisabuelo, quien, sin muchos estudios además de su empeño autodidacta, llegó a ser historiador de mi pueblo natal, allá en las faldas de la Sierra Maestra. Y supe que los genes tienen fuerza, mas ayuda mucho el ambiente familiar. Pero ni una cosa ni la otra resultan suficientes en el enorme empeño de formar a los que van surgiendo y creciendo, de sembrar y procurar que germine en ellos el amor por la tierra donde vinieron al mundo.
Mucho orgullo habrás sentido, mi querida amiga. Nada como ver a esos pequeños retoños empinarse ante el conocimiento y la búsqueda de respuestas a sus inquietudes. Mucha suerte la de él tenerte. Sé bien de sus genes, pues tú papá bien que nos enorgullecía con su gran sabiduría. Me parece estarle viendo, siempre con un libro entre manos y una sonrisa de bienvenida.
Qué falta hacen muchos nietos como el tuyo y qué falta muchas familias que les inculquen el saber cómo la principal arma para lograr los sueños. Un abrazo
Gracias, amiga guisera. También tengo fe en el mejoramiento humano. Siempre hay niños como Marcel y familias como esas que se necesitan. Te abrazo, Maritza!