Besó, por última vez, la pista que dominó a su antojo con sus pies y con su alma. Quedaban atrás 200 metros y una medalla de oro, la tercera en París; la oncena en citas paralímpicas y la última de una trayectoria pródiga.
Luego fueron sus brazos alzados hasta los dioses que la admiraron y la revenciaron, en un estadio que le dispensó una despedida a su altura, por el privilegio de la presencia que otros hubiesen querido protagonizar.
Después fue el abrazo fundido con su guía y su otra mitad de las carreras, Yuniol Kindelán, un abrazo eterno, interminable, fundido con las lágrimas se repitieron en el podio y estallaron en muchas partes, mucho más en Cuba, que siguió como siempre los pasos a quien la llenó de orgullo, porque ella misma es un país.
Omara Durán se va de las pistas por el carril de la grandeza; deja un extraño vacío y una vida llena de éxitos. No solo conquistó invicta 11 títulos en Juegos Paralímpicos. Deja casi inalcanzables sus 14 oros mundiales, sus 12 panamericanos y sus récords a todos esos niveles para convertirse en hito, hazaña, proeza.
Dicen, por eso, que fue un beso mutuo con la pista que también lloró por quien deja una carrera de sacrificios enormes, más allá de su discapacidad. En las pistas esta mujer conoció el premio de ser madre y en las pistas dejó también parte de su visión, esa que carga el peso de operaciones aplazadas por la conquista de un sueño, esculpido por el olfato y la capacidad de Mirian Ferrer, su entrenadora, sus ojos.
Y quizás porque nos acostumbró a verla ganar, todos confiaron en que en París sus tres títulos serían de rutina. Lo sabían incluso sus rivales, acostumbradas a verle la espalda en todos estos años. Omara llegó y triunfó, habló y ganó, corrió y cumplió.
Salió de las pistas y se reafirmó donde ya había entrado hace rato: a lo más selecto de la historia del deporte mundial sin distinciones por ser una de las atletas más grandes del actual siglo.
Omara Durán corrió por última vez y se va, tal cual es: una diosa, como Atenea, Afrodita o Artemisa, porque como ellas reinó y reinará en el Olimpo. Y su épica es la de Mijaín, Stevenson, Mireya Luis y otros elegidos tan inmortales como ella.
Y porque la vimos correr nueve veces en París sin la sombra de una derrota, a pesar de no haber competido durante todo un año; porque la vimos ganar con la holgura con que lo hizo casi siempre, quedó la sensación de que a esta mujer le caben medallas en las piernas y el corazón
Pero ya lo había dicho antes. Omara Durán se despide y Cuba debe acompañar su decisión con la gratitud hacia quien le regaló todo: entrega, fidelidad, corazón.
Omara se va sin deudas, bañada en oro y, como los grandes, reina.
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