Hace 85 años, mientras Europa se sumergía de lleno en la Segunda Guerra Mundial, una muerte consiguió hacerse un hueco entre las noticias sobre los combates que acaparaban las páginas de los principales diarios del mundo. Era el 23 de septiembre de 1939.
Se trataba del fallecimiento del neurólogo austríaco Sigmund Freud, considerado como el fundador de la escuela del psicoanálisis.
Este pensador revolucionó el mundo con planteamientos tales como que los problemas psicológicos se podían tratar mediante sesiones de conversaciones, en lugar de recurrir al confinamiento o la violencia.
Freud, quien tenía 83 años y era judío, murió en el número 20 de Maresfield Gardens, en el londinense barrio de Hampstead, a miles de kilómetros de Viena, donde pasó el grueso de su vida.
Sin muchas opciones
Teorías como la del complejo de Edipo, según la cual los niños y niñas se sientan atraídos por sus progenitores del sexo opuesto, o que muchos trastornos psicológicos tienen orígenes sexuales convirtieron a Freud es una figura global para principios del siglo XX.
“Freud era un personaje de alcance internacional”, afirmó a BBC Mundo Mariano Ben Plotkin, experto en historia del psicoanálisis y autor del libro “Estimado doctor Freud: una historia cultural del psicoanálisis en América Latina”.
Y para ilustrar la talla del científico, Plotkin apeló a una anécdota personal.
“En 1932, el padre de un conocido mío le escribió una carta a Freud, pero como no tenía su dirección completa solo puso en el sobre: profesor Freud, Viena; y la carta le llegó, porque Freud la respondió. Yo creo que hoy ni con (el futbolista Lionel) Messi podría pasar una cosa así”, aseguró.
Sin embargo, la fama de Freud también lo puso en la mira del nazismo, que llamaba a sus teorías “pseudociencia judía”.
No obstante, el científico no se consideraba en peligro ni siquiera por el hecho de que en mayo de 1933 sus libros, junto a los de otros autores -en su mayoría judíos-, fueron quemados por simpatizantes de Adolfo Hitler en una plaza ubicada frente a la Universidad de Berlín.
“¡Que progreso estamos haciendo! En la Edad Media me habrían quemado a mí, pero hoy se contentan con quemar mis libros”, le escribió Freud, con su característico sarcasmo, a un amigo, relata el periodista estadounidense Andrew Nagorski, en su libro “Salvar a Freud”.
Pero ¿cómo terminó en Londres?
“Bueno, no había muchos lugares en el mundo, sobre todo en Europa, a donde podría haber ido”, respondió Plotkin.
“Estamos hablando de 1938 donde, como decía un colega mío, a los judíos en algunos países los expulsaban, en otros no los dejaban entrar y en otros los iban a exterminar”, agregó.
Por su parte, Giuseppe Albano, director del Museo Freud de Londres que se encuentra en la casa donde habitó en la capital británica, ofrece otros motivos.
“Freud había estado en Inglaterra, en Londres particularmente, y le encantaba la ciudad”, dijo, al tiempo que recordó que uno de sus hijos: Ernst ya vivía en la capital británica.
Sin embargo, Plotkin aseguró que el reconocido investigador habría podido haberse exilado en América Latina.
“Si hubiera querido podría haber terminado en Chile, en México o en Argentina, de donde recibió invitaciones no oficiales, pero sí de intelectuales y académicos para que fuera. Unas ofertas que incluían las promesas de que sus gastos serían costeados”, aseguró el experto.
Freud no hablaba español, pero lo leía fluidamente y ello le permitió corregir las traducciones de sus trabajos antes de que fueran publicados.
Venciendo las reticencias
Pero la tarea de convencer al científico de que debía abandonar Viena no fue una tarea fácil.
“No creo que exista peligro alguno aquí (en Viena) y, de llegar, estoy firmemente decidido a esperarlo”, llegó a escribirle Freud a la princesa Marie Bonaparte, descendiente del emperador francés y quien fue una de las artífices de la operación para sacarlo de Austria.
Ni siquiera la anexión del país alpino por parte de la Alemania nazi (Anschluss), en marzo de 1938, lo hizo cambiar de parecer de inmediato. Esto, a pesar de que el mismo día que Hitler viajó a Viena para anunciar la incorporación de su tierra natal al Reich alemán unos agentes de las SS irrumpieron en su vivienda y le confiscaron a él y a su familia sus pasaportes.
El incidente fue reportado por John Cooper Wiley, un diplomático estadounidense en Viena, quien envió un telegrama a Washington advirtiendo que el científico estaba en riesgo.
“Temor por Freud, a pesar de su edad y su enfermedad está en peligro”, escribió, según consta en los archivos digitales del Congreso de Estados Unidos.
Sin embargo, no fue sino hasta que días después su querida hija Anna fue arrestada brevemente por la Gestapo que Freud dio su brazo a torcer.
“Esta no fue una decisión fácil para él. Freud no quería irse de Viena, pero la detención de Anna lo impulsó a tomar la decisión de irse, porque se dio cuenta de que tenía que poner a su familia y a él mismo en primer lugar”, explicó Albano.
La princesa Bonaparte, junto a otros seguidores y amigos de Freud como el médico galés Ernest Jones, iniciaron la compleja tarea de organizar los papeles y, sobre todo, recabar los fondos para costear el viaje.
Buena parte del dinero recaudado se destinó a la fianza que debieron pagarle a los nazis para que lo dejaran salir a él y a su séquito, el cual superaba la docena de personas, pues además de su esposa e hija, incluía a su médico y a la familia de éste y a su sirvienta; así como para recuperar parte de la biblioteca y antigüedades que le confiscaron.
El 4 de junio de 1938, el fundador del psicoanálisis abordó el famoso Expreso de Oriente rumbo a París (Francia) y días después estaba en Londres.
¿Por qué los nazis le permitieron huir a Freud? Los expertos consultados por BBC Mundo atribuyen esto a la fama del investigador.
“Era globalmente famoso y tenía el apoyo de muchas personas influyentes”, indicó el director del Museo Freud de Londres.
La operación contó con la inesperada ayuda de un burócrata nazi (Anton Sauerwald), quien no puso demasiados obstáculos a la salida de la familia. ¿La razón? “Decidí que no sufriera más conmociones”, explicó en el juicio al que fue sometido al concluir la guerra.
Una estrella que se apagaba
Reino Unido recibió al médico austriaco con los brazos abiertos, como si de una celebridad se tratara.
“Una multitud esperó a Freud en la estación de trenes de Victoria e incluso el conductor del taxi que abordó ni siquiera le preguntó la dirección a dónde tenía que llevarlo, porque ya había salido en la prensa dónde se hospedaría”, relató Albano.
No obstante, el científico no era el mismo que antes había visitado la ciudad, no solo por su avanzada edad, sino porque el cáncer bucal con el que venía batallando desde 1923, y el cual le obligó a someterse a 33 operaciones, había reaparecido con virulencia.
“Llegó muy enfermo y de hecho ya le habían removido parte del paladar y tenía que utilizar una prótesis que era extremadamente incómoda, dolorosa y que le dificultaba el habla”, afirmó Plotkin.
Pese a esto Freud se mantuvo intelectualmente activo casi hasta el final de su vida. En Londres terminó su último libro “Moisés y el monoteísmo”, gracias al cual pudo comprar la que sería su última morada y que hoy es un museo en su honor.
“Obtuvo una hipoteca con un banco gracias al anticipo que recibió por su último libro y con eso pudo comprar esta casa por 6.500 libras (US$ 8.558)”, comentó Albano.
Asimismo, continuó con su clínica y atendió al menos a cuatro pacientes con regularidad, entre ellos Dorothy Burlingham, nieta del empresario estadounidense Charles Tiffany, el fundador de la joyería Tiffany.
Y, por supuesto, recibió numerosas invitaciones para eventos académicos y sociales, la mayoría de las cuales rechazó.
Sin embargo, su casa se convirtió en un imán para personalidades. Allí recibió la visita de figuras como el pintor español Salvador Dalí o la escritora Virginia Wolf y a su marido, Leonard, quienes eran los editores de sus obras en inglés.
Con la mente siempre en Viena
La vida en el exilio le provocó sensaciones contradictorias al científico.
«Encontré la bienvenida más cálida en la hermosa, libre y generosa Inglaterra. Aquí vivo ahora, como un huésped bienvenido, aliviado de esa opresión y feliz nuevamente de poder hablar y escribir«, escribió en su libro “Moisés y el monoteísmo”.
Sin embargo, en una carta a un amigo admitió no sentirse del todo adaptado.
“Todas las cosas llegaron aquí, solo yo no estoy aquí”, escribió luego del arribo de parte de su biblioteca y de 2.500 piezas de su colección de antigüedades.
“Freud estaba agradecido de ser libre, de tener un jardín, pues nunca había tenido uno; y sobre todo aliviado porque los suyos estaban a salvo, pero no creo que sea correcto decir que era feliz (…) Nunca se sintió en casa”, concedió Albano.
En similares términos se pronunció Plotkin, quien agregó: “Hay que pensar que para una persona de 82 años, y que estaba enferma, una mudanza internacional no es fácil (…) Londres le ofrecía libertad y la posibilidad de morir en libertad, pero evidentemente no era el lugar donde él se sentía cómodo”.
Pionero de la muerte digna
El cáncer que padecía Freud, un padecimiento agravado por su hábito de fumar 20 cigarros diarios, era inoperable e intratable.
No obstante, el científico había hecho arreglos con su médico para que “su viejo y querido cáncer”, como llegó a referirse a su condición, no le produjera un sufrimiento innecesario.
Así en el 22 de septiembre su médico Max Schur le suministró 400 miligramos de morfina, una dosis que le provocó la muerte al día siguiente.
“Él tomó una decisión que hoy se llamaría suicidio asistido”, apuntó Albano, quien consideró llamativa la fecha escogida por Freud para poner fin a su vida.
“Ese día se celebraba el Yom Kippur, el día más sagrado del año para los judíos (…) y aunque él no era religioso era muy consciente de sus raíces judías y lo fue más hacia el final de su vida”, remató.
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