Llevan el silencio como escudo y la discreción como la más eficaz de las armas. Justamente, el silencio y la discreción son las mejores credenciales de los integrantes de los Órganos de la Seguridad del Estado, creados para blindar la Revolución contra quienes intentan convertirla en cenizas.
Para impedir tal objetivo, esa institución, perteneciente al Ministerio del Interior, nació el 26 de marzo de 1959, por iniciativa de Fidel, que conllevó la fusión de los tres servicios de seguridad existentes por aquella fecha: el Departamento de Investigaciones del Ejército Rebelde, el G-2 de la Policía Nacional Revolucionaria y el Buró de Investigaciones Navales. En fin, tres fuerzas unidas en solo cuerpo defensivo.
Conocedor de lo por venir, Fidel lo advirtió en el discurso del Primero de Enero, desde los balcones del Ayuntamiento de Santiago de Cuba. En lo adelante todo sería más difícil. Dicho más llanamente: la Revolución cubana era una piedra en los zapatos del Gobierno de los Estados; lo cual se tradujo en los años sucesivos, en la práctica, en planes subversivos, atentados, sabotajes y otras acciones. O lo mismo, cañaverales y establecimientos diversos incendiados, bombas explotadas en sedes diplomáticas y en una aeronave de Cubana de Aviación en las costas de Barbados. O lo mismo, muertes y más muertes.
En la década de los 90 del pasado siglo, la Casa Blanca y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) creyeron que la Revolución se venía, por fin, abajo. Pensaron que el tsunami originado por el desplome del Campo Socialista llegaría a esta isla caribeña. Para darle el tiro de gracia a nuestro proyecto político y social, Washington, la CIA y organizaciones terroristas, radicadas en suelo estadounidense, avivaron sus planes anticubanos: ametrallaron y colocaron bombas en hoteles, violaron el espacio aéreo de la nación antillana…
Frente a esa escalada terrorista, a Cuba le asistía el derecho a defenderse. En consecuencia, cinco agentes de los Órganos de la Seguridad del Estado: Gerardo Hernández, Fernando González, Ramón Labañino, Antonio Guerrero y René González se asentaron en Florida. Y desde allí alertaron y evitaron la concreción de más de un acto terrorista. Allí sufrieron injustos encarcelamientos; allí denunciaron y callaron cuando debieron callar.
En misivas y otros mensajes al mundo, desde sus respectivas prisiones, argumentaron los motivos de su presencia en Estados Unidos. Y recordaron a Fidel. El líder que, a voz en cuello, dijo que los Cinco antiterroristas cubanos volverían a su tierra, sobrevivió a 638 intentos de asesinato. Nada de milagros. En ello resultó decisivo el actuar de los Órganos de la Seguridad del Estado, que hicieron y hacen suya aquella certeza de José Martí, quien, mientras preparaba la Guerra Necesaria, tuvo más de un espía pisándole los talones: “En silencio ha tenido que ser…”.
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