Por el regalo que fue desde la fastuosa ceremonia de inauguración hasta la no menos épica de clausura de sus Juegos Olímpicos, París bien vale una misa.
Porque ni las controversias que pudo tener —y tuvo, como toda cita de tamaña dimensión— le roban el sentido a la célebre frase atribuible el rey Enrique IV de Francia en tiempos de los Borbones, aun cuando la historia no se ha puesto de acuerdo sobre el derecho de autor.
Con un medallero definido al final en photo finish a favor de Estados Unidos (terminó con la misma cantidad de títulos que China), con récords mundiales destrozados en varios deportes y olímpicos aún más, con actuaciones de lujo de muchos de sus protagonistas, con un público que lanzó al mundo un mensaje de cultura y civilización… valió la pena esta fiesta del deporte mundial por su espectacularidad, exquisitez, monumentalidad.
Y vale para todos y cada uno de los más de 10 000 atletas que ganaron el privilegio de asistir, entre ellos los 61 cubanos que nos representaron en un escenario de altísimo nivel y, en muchos casos, en desigualdad de condiciones de todo tipo.
Esa es la primera “confesión” en esta misa de despedida, antes de poner los pies en la tierra tras unos 15 días con ellos flotando en el placer del disfrute. Porque de eso se trata el deporte, más allá de si Armand Duplantis nos deja mudos con sus récords universales que no parecen tener techo en la pértiga, o si Mijaín López nos atizó el orgullo nacional con su récord inédito de cinco oros olímpicos sucesivos en un deporte individual, o si Julio César La Cruz cayó de primero y nos dejó con las ganas y con esta deuda de mirar los Juegos con otro visor.
París bien vale una misa, pero, robándole a Moscú su título, tampoco cree en lágrimas. Por eso, enjugadas las emociones, volvamos a los escenarios de lo que pudo ser y no fue. Tal como la aceptó, la máxima dirección del organismo deportivo en su declaración final y sin que ello le quite un gramo al derroche de dignidad de cada uno de los competidores, el lugar 32 ocupado por Cuba y su cosecha de dos de oro, una de plata y seis de bronce no satisfizo el propósito de ubicarse entre los 20 primeros, aunque aclaró al mismo tiempo que, “aun cuando restan análisis más reposados, se impone ratificar que no hubo triunfalismo en esa aspiración”.
Desde antes de encenderse el flamante y singular pebetero, sostuve en estas páginas que tal aspiración —la de colarse entre los 20 primeros— sonaba a utopía y suponía una eficiencia competitiva casi perfecta, aun sin conocer todo el arsenal mundial de los rivales que nos tocaría enfrentar porque, como ya se vio, varias naciones “esconden” sus cartas o, para decirlo mejor, las preservan para la principal cita, como hicimos nosotros con el mítico Mijaín y muchas, la mayoría, desarrollan sus atletas con la cooperación de patrocinios y otras modalidades, incluido el apoyo estatal
Como no pocos apostamos sobre todo a cuatro títulos —con lo que hubiese bastado para cumplir los vaticinios, pues Noruega quedó en el 19 con esa cantidad y Brasil ancló con tres en el 20, aunque con muchas más de plata (7)—. Pero, como ya escribimos antes, sobre todo el boxeo, se quedó por debajo, y la lucha, aunque comandó en la cosecha con cinco de las nueve medallas conseguidas por la delegación, sin dejar de mencionar el bajo rendimiento de la triplista Leyanis Pérez.
Tampoco ningún juego se parece a otro. Si nos atenemos a una comparación casi aritmética, se advierten datos reveladores. El país (Hungría) que ancló ahora en el lugar que Cuba obtuvo hace tres años en Tokio (el 14) lo hizo con seis títulos, uno menos que los conseguidos por la delegación antillana entonces. Ello induce a suscribir que esta vez las medallas se concentraron mucho más en las superpotencias mundiales, las económicas y, por ende, las deportivas. Luego en un rango intermedio se ubicaron muchas naciones llamadas emergentes, a las cuales les aportaron atletas de las características que ya mencionamos, algunas de ellas nacientes de los países del antiguo campo socialista que, ahora desmembradas, conservaron y muchas veces multiplicaron la fuerza de sus “matrices”.
Que los escenarios ni los tiempos pueden a veces compararse lo vuelve a reafirmar la cita francesa, que incluyó una sarta de deportes “raros” —demasiados quizás— y eso esparció más el medallero. Descontadas las ediciones previas a Roma 1960, cuando se fue sin medallas, esta es la peor ubicación de Cuba en unos Juegos, pues en Japón 1964 ancló en el 30, aunque con una sola medalla y de plata; en México 68, fue el 31, con cuatro de plata y 115 deportistas y en Munich fue el 14 con 137 representantes.
Pero ni el mundo es el mismo en 60 años, ni Cuba tampoco. Bajo el cielo de París, huelga decir que suscribimos, de un lado, una de las actuaciones más discretas de la historia olímpica, y de otro, la que más se le parece a los tiempos que corren. Como parte de la superestructura social, al deporte le impactan los mismos desmanes que emergen de una base económica lastimada por el bloqueo económico y financiero brutal de Estados Unidos y por distorsiones que internamente no hemos resuelto.
Por más que el Estado se afane en proteger esta, una de sus conquistas, no puede evitar que los deportistas, en su mayoría, se resientan, como casi toda la población, por la escasez, los problemas de alimentación o los apagones, a lo cual se añaden otros, como la falta de implementos y la mala calidad de las instalaciones, sin descontar que en lo particular no siempre seamos capaces de diferenciar la atención a los mejores atletas, que no son tantos tampoco si se mira el potencial en cada deporte y cada provincia y hasta municipio. No puede soslayarse uno de los fenómenos que, como consecuencia de todo ese cúmulo de problemas, se yergue como el rival mayor: el éxodo de atletas y entrenadores; y París lo reafirmó, pero de ellos hablamos después.
Es complicado comparar los escenarios, tanto como entender que visto uno por uno, hay que individualizar las actuaciones, aun en medio de la vorágine de los aplausos para todos. Solo esa visión nos permitirá ver con los ojos de la realidad otras verdades que se explican más allá de nuestras posibilidades económicas y nos ayuden a entender como un casi desconocido iraní Saeid Esmaeili Leivesi, nos privó de un posible título o una Thea Lafond, desde una Dominica, con cuatro atletas y algo más de 70 000 habitantes, nos quitó otra, por la simple razón de que hizo lo mejor de su vida con 15.02 metros en el triple salto, lo mismo que varios cubanos ahora, aunque regresan sin medallas y hasta sin diplomas olímpicos porque no llegaron a finales.
Y habrá que reevaluar, junto con la atención diferenciada, algunas concepciones y hasta estrategias. Porque concibo a los deportes de combate como lo que son, extrañé más combatividad en los judocas, en algunos luchadores y mucho más en los boxeadores, sobre todo después de ver a un Erislandy Álvarez convincente a fuerza de golpes como el arma más potente para romper pronósticos y acallar a un graderío enardecido. Porque concibo al deporte como la máxima expresión de la condición humana cuando de límites personales se trata, creo que no todos se exprimieron al máximo o, al menos, no a la altura de lo que de ellos se esperaba, ya por confianza excesiva, ya por presión competitiva, ya por falta de fuerza… ¿o de motivaciones?
No hablo aquí de Leuris Pupo porque en verdad es mucho pedirle a un hombre que, con un oro y una plata, ya ha hecho demasiado para, en disparidad de condiciones, conquistar medallas en un deporte reservado a la élite mundial.
Quizás como símbolo de esa fuerza interna de los deportistas, Cuba terminó la presentación de su avanzada con un bronce logrado en los colchones por la luchadora Milaymis Marín, quien agrandó la épica de la disciplina, que, no conforme con inscribir a la primera mujer medallista olímpica, registró también a la segunda.
Y habrá que aplaudirlas, lo mismo que el bronce de Yarisleidis Cirilo, arrancado a las aguas parisinas en la regata más rápida de la historia y el del taekwondoca Rafael Alba, que repitió en el podio de una Olimpiada a otra, en defensa de una disciplina que merece otra mirada desde dentro por lo que ha aportado en estos años; o a todos los que le ganaron una medalla a esta cita bestial en sus resultados competitivos.
No estuvimos ni el top 20 ni en el 30, y a eso no puede dársele una vuelta de página. El tiempo de las cosechas, de las grandes cosechas al menos, se acabó para Cuba y será mejor que nos acostumbremos a esa realidad y aprendamos a sopesar mejor el color de las medallas o a disfrutar apenas una buena actuación, al estilo de Filipinas que le regalara “un país” a su gimnasta Carlos Yulo por darle dos oros y sumarle tres a la historia olímpica de la nación asiática.
Será mejor así ahora que ya comienza el tiempo de descuento hacia Los Ángeles 2028 y ya no estarán para ayudarnos ni Idalys, ni Arlen, ni Mijaín, el faro que, por suerte, cerró por todo lo alto su época dorada en el deporte cubano.
Mas mientras llegue ese tiempo, valga conservar por unos días ese aliento que nos sobrevino de Francia, donde ¡Paris vaut bien une messe!
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