Por tanto aletear mañanero sobre la muchedumbre, la blanca paloma fue a descansar en la mismísima boca del fusil, que sostenía Quirino Amézaga con su mano izquierda de bronce, como su cuerpo entero. A sus espaldas, también en bronce, continuaba su jefe y maestro, el mayor de nuestros Generales mambises, Serafín Sánchez Valdivia.
Cuando el periodista puso sobre aviso al fotorreportero para que captara la paradójica escena de la paloma blanca, que miraba la multitud y su desfile por la Plaza espirituana —desde la punta del arma, donde dormía la pólvora—, el ave pareció olerse la jugada. Abrió sus dos alas. El periodista y el fotógrafo se quedaron con las ganas. Y siguieron intentando atrapar con imágenes y palabras el alma guerrera y colorida de este desfile por el Primero de Mayo. Guerrera porque, mientras los anexionistas se desgañitaban en las redes sociales para que ni un solo cubano saliera hoy a las calles, a decenas de miles de coterráneos les importó un comino tanto cacareo y acudieron a celebrar a sus anchas el Día Internacional de los Trabajadores.
Colorida porque pocas veces tanto rojo, tanto azul y tanto blanco ondearon juntos en banderas, blusas, pulóveres en una sola calle, que llegó a ser un río de gente; gente que arrolló tras el repique de tambores, del golpeteo cadencioso de las manos sobre el cuero de esos tambores y del fraseo agudo de la trompeta, diciendo que Yayabo está en la calle…
Y allí estuvieron el mecánico, que se las ingenia para que el motor, lleno de remiendos, siga funcionando en esta o aquella fábrica; el maestro, que más que letras y números, enseña por qué la Patria amanece en quienes la aman y la fundan, a pesar del agobio de las carencias, que se ha tornado el pan nuestro de cada día.
Por la plaza desfilaron, también, el padre médico, la madre enfermera y su hijo —quizá de seis años—, con el estetoscopio anudado al cuello, rozándole los cordones de las minúsculas zapatillas. Es tan enorme la multitud que resulta imposible conocer los nombres del médico y la enfermera. Casi de milagro puede leerse en el cartel que él lleva en su mano izquierda: Mejor sin bloqueo. Y apresuran el paso.
Y, desde la tribuna, la voz aguda de la locutora recuerda la sentencia de Fidel: “¡Médicos y no bombas!”. La expresó en la escalinata de la Facultad de Derecho, de la Universidad de Buenos Aires, Argentina, en el 2003. Escaso tiempo atrás, en septiembre del 2001, en Durban, Sudáfrica, el líder cubano urgió al Gobierno de Israel: “Póngase fin, cuanto antes, al genocidio del pueblo palestino, que tiene lugar ante los ojos atónitos del mundo”.
Y este Primero de Mayo los espirituanos trajeron de vuelta el reclamo de Fidel, cuando hoy las agencias periodísticas dan cuentan de más de 34 000 palestinos muertos y de otros 77 000 heridos, desde el 7 de octubre último.
El ansia de los palestinos de caminar libres por su tierra remite —salvando credos y distancias geográficas— a la decisión del comandante africano Quirino Amézaga —luchador contra el colonialismo español durante la Guerra Grande y la Necesaria— de no implorar perdón al verse en el paredón en octubre de 1895 en Trinidad. Con esa rebeldía, sigue mirándonos este mambí, desde lo alto de la plaza, junto a su jefe y maestro; ahí continúa con un libro en su mano derecha y el fusil, en la izquierda, por si acaso.
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