Mientras las ansias de saber señoreen en la voluntad de los niños habrá curso escolar al inicio de septiembre, salvo que una fuerza mayor, como ocurrió en plena pandemia de covid, aconseje otra cosa.
Mientras existan maestros y profesores dispuestos a hacer lo suyo para garantizar el porvenir de la nación, una y otra vez el curso escolar abrirá sus puertas gigantescas a la curiosidad infantil, adolescente y juvenil.
Mientras las familias sean conscientes del imperativo de que sus menores se formen en un saber que no ocupa espacio, pero sí cultiva el intelecto, habrá lecciones y aprendizaje, y reciprocidad en las aulas, y devoción por las clases, y entrega, y recompensa.
Han de confluir esas tres condiciones para que se haga la luz. Porque, como bien lo dijo José Martí, “El pueblo más feliz es el que tenga mejor educados a sus hijos en la instrucción del pensamiento y en la dirección de los sentimientos”.
Dijo también que un pueblo instruido será siempre fuerte y libre. Y es menester defender esa fuerza y esa libertad, por más tropiezos que haya en el camino, por más oscuro que se torne el porvenir.
Septiembre nuevamente llama al multicolor de las mañanas, a las sesiones de clases diarias, al asombro tras cada letra, palabra o noción del conocimiento que nazca en la jornada, a las tareas hechas en el hogar, al uniforme listo cada noche, al esfuerzo de propiciar que los discípulos regresen a casa más fuertes, libres y felices, como auguró el Maestro.
Este septiembre sabe menos dulce por las carencias consabidas, ahora acrecentadas. Faltan, más que otras veces, los recursos humanos para enseñar, y nadie anda cruzado de brazos, pero será difícil la arrancada, porque, además, no es lo único que falta. Y habrá que cooperar con ese ejército de educadores que no claudica, que pone pecho y corazón a las balas de las adversidades. Existen, están ahí, merecen el premio del reconocimiento eterno. Habrá que dárselo, y no exclusivamente desde el hogar: desde la sociedad toda. Habrá que mirar más detenidamente a las luces, y más que señalar, ayudar a limpiar las manchas de ese sol que ilumina con poderosa fuerza, de la escuela en general, del sistema nacional de enseñanza.
La fe se impone, porque hay voluntad para mover esas montañas que median entre los propósitos formativos y la meta final. Uno lo sabe cuando escucha a un joven al borde de sus 16 años declarar que seguirá formándose como maestro, y que el amor y el buen trato a los niños son la mejor fórmula. Lo sacó en conclusión porque ya realizó prácticas en un colegio, y porque tiene a cargo de su formación docentes buenos y no tan buenos, y su intuición le dice qué debe hacerse y qué no.
Habrá que desplegar toda la solidaridad del mundo no solo en la escuela, sino incluso en el barrio; y aguzar la mirada, y querer mucho, sí, que nuestros chicos de verdad aprendan y se formen como seres humanos honestos y cabales.
Mientras existan ansias de saber, maestros y profesores y familias dispuestas, septiembre, para Cuba, seguirá siendo fiesta.
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