Una bala de máuser le dio en el hombro derecho cuando se retiraba y lo hizo tambalear del caballo. “¡Carajo!”, dijo, y por un impulso varonil tomó la brida con más dureza y empujó hacia delante al corcel nervioso. “Me han matado”, gimió, cuando se dio cuenta de que esa no era una herida común; “¡Siga la marcha!”, ordenó casi yéndose, sin anticipar la muerte, sino como una orden para continuar lo dispuesto, mientras resistía el embate de la somnolencia final.
En el Paso de las Damas, aquel 18 de noviembre de 1896, mataron al más grande guerrero espirituano, mientras intentaba adecuar la táctica a seguir en ese combate infausto, buscado quizás por el propio interés de quien era el militar con más abolengo oficial después de Gómez y Maceo.
Aunque se batían las dos fuerzas con arrojo tremendo, la posición del héroe no parecía tan peligrosa en el momento en que la bala lo alcanzó, si se compara con otros tantos combates extremos en que participó desde el inicial levantamiento de los patriotas de esta villa.
EL HOMBRE TOTAL
Hijo de José Joaquín e Isabel María, de dos estirpes arraigadas a la villa espirituana, sobresalió Serafín por su arrojo, perseverancia y nobleza y por aprender de lo citadino y del campo, donde sentía la verdadera libertad, como anticipo de lo que fue su vida después.
Su buena cuna no está dada en su nacimiento, como le endilgan algunos, sino por los valores que formaron en él: amor, respeto, fidelidad, solidaridad, entereza, empatía, rectitud, honor, laboriosidad y sinceridad; donde la familia era base de todo; la ética, el humanismo y la justicia sustentos de lo que pensaba y hacía, y ser un hombre íntegro y bueno era condición de su existencia.
Fue un combatiente excepcional, aunque sin la fortuna de quienes alcanzaron grados sin todos los méritos, pero igual fue un ser humano extraordinario, siempre fiel a sí mismo y a su patria.
Válido es recordar su impresionante sacrificio en Los Guanales, recién cumplidos sus 23 años, al quedarse, aquellos días infernales y desesperanzadores, para sepultar a los enfermos que morían sin remedio por el cólera, solo por cumplir con su altísima estirpe moral.
Cuando gestionó la salida del país de Ramón Leocadio Bonachea para protegerlo de su intransigencia inútil y dañina para la Revolución, lo hizo a pesar del prejuicio de este mambí con respecto a él, o de la duda de quienes no entendían tal ahínco o de la insidia de otros.
Se le vio entero, digno y honrado siempre, incluso cuando vivió en dura pobreza y vestía con andrajos, razones por las cuales los grandes líderes confiaron ciegamente en él; no por gusto Gómez le entregó todo el dinero cuando lo expulsaron de Las Villas en 1876, y el Apóstol, 15 años después, creyó en él sin reserva alguna.
Su educación le permitió entender realidades, construir prioridades y desarrollar el pensamiento propio; en tanto, pudo interpretar la vida, desde el arte profundo y convertirla en poemas, narraciones y un periodismo colmado de la verdad que conmovía e impulsaba.
Fue agrimensor, maestro, tabaquero, poeta, polemista, narrador, orador, periodista, político; formado desde lo autodidáctico muchas veces, siempre sin pedir limosnas, sin arrodillarse y ni tan siquiera aceptar salarios sin trabajar para dedicarse a la obra mayor.
EL GUERRERO
Inició su guerra independentista contra España el 6 de febrero de 1869 para redimir a Cuba, ya con alma propia, comenzando una hombrada de rebeldía contra el poder omnímodo, sin atisbar cómo terminaría aquello, pero sí dejando de sentirse cautivo en su propia tierra.
Alcanzó su alcurnia militar y su estatura política de a poquito, con mucho esfuerzo, como si fuera invisible durante muchos años y siempre tuviera que hacer más para destacar, hasta alcanzar los más altos niveles cuando llegó a ser Mayor General e Inspector General del Ejército Libertador, designado por Antonio Maceo.
Luchó al lado de imponentes combatientes, como Honorato del Castillo, Ángel del Castillo, Ignacio Agramonte, Carlos Roloff o Máximo Gómez, acompañando a algunos hasta sus últimos minutos y a todos en sus más afamadas batallas.
Serafín pertenece a la meca de los luchadores independentistas y fue quien mejor supo conciliar a los viejos y nuevos pinos, a pesar de lo cual la historiografía muchas veces lo ha achicado sin tino, y le ha cobrado en demasía sus yerros.
Fue el combatiente de las tres guerras, no el General como se afirma, pero igual quien dirigió formidables estrategias políticas, logró importantes consensos donde la inteligencia y la audacia personal fueron fundamentales y dirimió enconadas luchas tanto en la emigración como en la guerra, como aquellas famosas entre José Maceo y Calixto García o las de Gómez con el Gobierno.
SERAFÍN Y MARTÍ
La amistad de Serafín con el Maestro databa de 1891 y se profundizó cada año, mostrando los dos esa confluencia que solo es posible cuando hay identidad total de sentimientos e ideales y cada cual funda sin menoscabo del otro; en el ínterin, Martí admirando en todas sus fibras a Serafín y este convirtiéndose en seguidor sin par del Apóstol.
Venía Serafín de compartir en lo íntimo con el amigo, confidente y hermano Máximo Gómez y eso valía oro igual, cuando estaba por convertirse Martí en el líder indiscutible de la Revolución.
El paladín espirituano se hizo imprescindible para Martí por ser inteligente, discreto, humanista, valiente, comprometido, leal, pensador; por su clara postura ética, su meticulosa honradez, su enorme capacidad política, ser seguidor de él y con ascendencia en los generales veteranos; por lo que fundaron una relación de trabajo fenomenal.
El Héroe Nacional delegó en Serafín tareas medulares: fue su enlace natural con Máximo Gómez, escogió al enviado principal del Partido Revolucionario Cubano (PRC) a Cuba, defendió la concepción martiana ante la Convención Cubana de Cayo Hueso; redactó y firmó el documento con el que los jefes militares más importantes, residentes en los EE. UU., se adhirieron al PRC.
Además, fue defensor del independentismo frente al autonomismo cobarde y ambicioso y ante los revolucionarios arrepentidos, sin demeritar sus semblanzas de héroes populares de la guerra, publicadas en “Patria” (ver “Héroes Humildes”, “Los poetas de la guerra”), que tuvieron tanto alcance.
Si una persona pudo asumir la grandeza apostólica de Martí, fue sin dudas Serafín.
EL MÁS GRANDE ESPIRITUANO
En Pozo Azul, sus bravos compañeros, sobrecogidos, lo velaron toda la noche y respetaron toda su grandeza, pero no siempre ha ocurrido así: Serafín Sánchez es un héroe minimizado y a veces sigue enclaustrado en museos, dilemas, prejuicios o nimiedades.
Es inaceptable la invisibilidad de una imponente estatua ecuestre del guerrero espirituano —promesa sagrada a Máximo Gómez—, que puede servir de modelo por la igualdad y la justicia, y también que se le traiga a la realidad de hoy como refugio de didactismos baratos, cuando lo esencial es demostrar, desde él, cómo luchar por la Patria.
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