Carga en su rostro las arrugas del desvelo. En sus manos, las marcas de las horas y los hierros. En su alma, las huellas del Melanio Hernández, el central al que entró con el vigor de sus años mozos y del que no se ha ido cuando casi ronda las siete décadas.
A este ingenio le conoce Miguel Arcia Santana, alias El Burro, todas sus cosquillas. Las buenas que le hicieron, antaño, fabricar el mejor azúcar de Cuba. Las malas que, como en los últimos años, detiene su ruido por horas y horas que, a él, le corroe el alma.
Es a ese silencio al que no se acostumbra el hombre cuya ejecutoria desdice su alias. Pocos le han tomado, como él, el justo punto al grano desde que la zafra 1972-1973 lo llevó al corazón del ingenio, ese que lo ensordeció desde que abrió los ojos en el Tuinucú de sus amores.
De azúcar le enseñaron en politécnicos de Cienfuegos y Morón. Pero las mejores lecciones las aprendió en las bocanadas del central al que entró como puntista; ahí se endulzó por 30 años. Por eso, solo tiene que verla para saber “si el azúcar está buena o mala”. Y te habla desde el magisterio de su sapiencia, que luego lo llevó a jefe de fabricación. “Pa que salga buena no es solo la materia prima, lleva rendimiento, tener conocimiento, facilidades de trabajo…”.
Le duelen hasta los huesos zafras como la última, golpeada por la falta de caña; “mucha hay que traerla de lejos y eso para el central…, oiga, uno sufre porque este ingenio está acostumbra’o a hacer 45 000 o 50 000 toneladas y que de pronto haga como 20 000; eso me duele en el corazón de azucarero”. Y se le siente a flor de piel, el orgullo; “que no cumplimos por causa de la materia prima, porque dentro de Cuba uno de los mejores centrales en eficiencia es este”.
Aun a sus 69 sigue plantado al lado del calor de los tachos, área (de purificación) que dirige ya casi a ojos cerrados, porque no entiende de mando sin tocar el grano “revisar los tachos, mirar las mieles, la eficiencia; yo soy azucarero, no oficinista”.
No conoce del cansancio, dice. Por eso un día le llegó el tiempo del retiro y al otro ya era un jubilado reintegrado hasta unirse al ejército de los cincuentenarios. Además del apego y las fuerzas, otras urgencias le impusieron quedarse: “Los precios están súper elevados. Tengo en la casa una niña discapacitada, se le murió la madre y la mujer mía tuvo que hacerse cargo de ella y por mucho que gane aquí no me alcanza para comprar todo lo que ella necesita”.
No entiende incluso de otras opciones mejor remuneradas. “Es que esto es la vida mía”. Es lo que le hace levantarse todos los días a devorar ese Tuinucú que sabe de memoria y le atrae, aunque “sus calles no están tan bonitas como antes y eso lo extraño”.
Y porque sabe que la caña se ausenta de los campos y peligra la existencia misma del central, a Miguel se le aguantan las palabras. “A lo mejor ya ni estoy en este mundo…, pero es difícil para el pueblo de Tuinucú que quiten el central porque es la vida de la gente de aquí, y la mía, principalmente”.
Y eso que “la vida del azucarero es dura, no tengo 70 años y ya parece que tengo 85”. Se toca las arrugas que no le dejan mentir y explica: “Los desvelos, el trabajo por turnos de toda la vida, primero por ocho horas que era más cómodo, después llegaron las 12 horas y a veces ni sabes qué tiempo ha pasado”.
Recuerda las tantas veces en el que el pito le llenó de colores los días porque cuando “es porque cumple, esa es la alegría más grande que puede tener un azucarero y cuando no cumple… ahí viene la tristeza”.
Justo cuando siente que el pesar le azuza el cuerpo, el Burro vuelve a sus andares —y a su lado, todos—, al pacto con los hierros porque la zafra se anuncia con sus traumas, sus desafíos.
Insiste la reportera que sigue sin advertir el alias de este hombre que lleva un central sobre los hombros: “Es que cuando me cierro un poco hay que hacer lo que yo diga, porque me gusta cumplir con mi trabajo. ¿Que si me hacen caso todavía? Pues claro”.
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