Jesús María es como una enorme tajada sobre el asfalto de la ciudad. Antes fue sólo una calle de gente humilde, cueripardos y almiprietos más de sangre que de Sol. Hoy, la barriada se desplaya y sube por los deslindes del río, abrevia el paso hasta la Carretera Central para tender un cerco que flanquea el parque y enlaza en un suspiro el centro histórico de la villa.
PROTAGONISTAS
El cuerpo de Albertina Gabriela Milián Pérez pasa sus días en el quinto piso de un edificio de Olivos I, pero su alma aún habita en Ornofay No. 58, esquina a Jesús María, el lugar que la hizo para siempre feliz.
Allí nació hace más de 90 años, en una casa grande que acogía también a los niños de los alrededores y se contagiaba con el ritmo singular del barrio más emblemático de la ciudad del Yayabo.
Asuntos familiares, la vida, el azar… la obligaron a trasplantarse mucho tiempo después, por una decisión que le cambió la vida. Ante la pregunta curiosa, no encuentra las palabras. “¡Ayyy!”, susurra casi. Y encierra en un suspiro la magnitud de su añoranza.
Pero no es una mujer que se deje vencer fácilmente, ni siquiera por la nostalgia. Conserva su sonrisa clara y unos ojos expresivos resaltados con el lápiz negro que los adorna esta mañana de brisa fresca, cuando desnuda vivencias en un sillón donde se balancean sus más entrañables recuerdos.
“Mi niñez fue muy agradable, nos llevábamos muy bien todos los vecinos del barrio —dice—. Mi mamá tenía una cultura muy grande, fue criada por doña Concha Reyes Iznaga; sí, la del Museo (de Arte Colonial), desde los tres años hasta los 19, cuando se casó con mi papá. Mi mamá fue criada allí. Sabía tocar piano, bailaba que era una belleza, porque a ella la enseñó Catalina Lara, que tenía una escuela de danza aquí. Cuando oía los coros le encantaba, luego la mandaban a buscar para ensayar el Coro de Clave. Mi papá, que era blanco, nos decía: ‘Ustedes no tienen oído, ustedes tienen oreja’. Lo suyo era la sinfónica, esas cosas, era un choque”.
¿Le gustaba a usted ese ambiente de música, de baile?
“¡Muchacha, me encantaba!, si yo vivía al lado de Teofilito. Y lo veíamos ensayar y él nos llamaba. Le dedicó una canción a mi hermana —Princesitase llamaba—, un día de su cumpleaños. Teofilito nos quería como familia”.
Entonces su vida desde pequeña estuvo marcada por la cultura espirituana…
“Y Serapio… Él también era de allá, yo lo veía haciendo escritos, sentado en una acera. Cuando oigo: Yayabo está en la calle… no hay quién me aguante (ríe). Y la gente me dice: Pero, ¡Albertina!”.
¿Todavía baila?
“Sí, bailo en el danzón, soy del grupo de danzoneros y he ganado premios allí. Me gusta mucho la música”.
A LOS NIÑOS SE LES QUIERE COMO FAMILIA
La vocación de Albertina despertó temprano, tal vez en las aulas de la antigua escuelita de Jesús Nazareno, donde aprendió las primeras letras.
“Cuando terminé el bachillerato me presenté a la Escuela de Maestros Primarios, opté por una beca y la cogí. Me hice maestra primaria en La Habana, normalista, que era como le llamaban entonces. Al terminar el magisterio fue la Campaña de Alfabetización y me incorporé, en Caonao, Cienfuegos, en casa de Julio Roque. Hice muy buenas relaciones allí. Bueno, yo vengo de Jesús María, que es muy familiar, y me sentí muy bien con aquellos campesinos. Allí conocí sus penurias. Gracias a esa epopeya muchos fueron cambiando sus vidas.
“Cuando terminó la Campaña de Alfabetización desfilé en La Habana. En el libro de Historia aparezco retratada, con el cartel que dice: ‘Fidel, dinos qué otra cosa debemos hacer’.
“De allí vine para Sancti Spíritus. Comencé a trabajar en una escuela rural en Las Cuabas, por San Carlos, en La Sierpe. Me tenía que levantar de madrugada, pero pa’lante. Había quien no aceptaba ir a aquellas escuelas, porque incluso se pagaba menos. Pero yo no estaba en eso, lo mío era ayudar. Iba muy complacida.Y allí montaba a caballo porque tenía que trasladarme como a 2 kilómetros, cerca de un río. Algunos de aquellos muchachos se hicieron maestros”.
Luego, proseguiría un largo recorrido como educadora, que incluyó labores de inspección en Zaza, dirección dela escuela Tomás Pérez Castro, en Cabaiguán, “un lugar maravilloso”, y, luego, la primaria espirituana Julio Antonio Mella, de la cual es fundadora.
Mas, no sería la última parada. Luego dedicaría 15 años a la formación de alumnos en el seminternado Remigio Díaz Quintanilla, llegaría al retiro y, más tarde, otra vez de vuelta al magisterio, como colaboradora del Ministerio de Educación para la elaboración de tabloides y educadora de círculos infantiles.
— “Mira el diploma del regreso”, insiste, y lee: “Por su reincorporación a la obra a la cual ha dedicado toda su vida”.
¿Por qué volvió?
“A los niños se les quiere como si fueran familia, yo los adoro; y ellos a mí, igual.
“A veces me pongo a mirar desde aquí arriba a los muchachos en la escuela. Y hasta les grito para que me vean. Los niños son para mí lo máximo. Son mi alegría”.
LA PATRIA ES TAMBIÉN EL BARRIO
La mudanza despojó a Albertina no solo de sus costumbres. Tuvo que desprenderse también de preciados muebles, las lámparas que iluminaban sus días y hasta de unos cuantos objetos valiosos.
Pero la identidad, esa que nace y crece en el sitio más profundo del pecho, permanece intacta. Evoca los días de serenatas y de preparativos para los festejos más populares de estos contornos, el Santiago Espirituano; evoca a la gente y su fe.
Cuando le menciono Jesús María, ¿qué le viene a la memoria?
“El amor inmenso a ese barrio donde nací. Además, educábamos, ayudábamos a los niños. Teníamos juguetes y los compartíamos.
“Cuando aquí se dejó de enramar las calles, en el barrio lo seguíamos haciendo, yo era una de las que enramaban. Y adornaba y hacía muñecos con los muchachos y adornábamos todo aquello”.
Usted es una mujer de mucho arraigo…
“Soy sobrina de don Pedro León. Mi abuela era su hermana. Era familia del que hizo el Himno Invasor. Mi abuelo, Rafael Milián del Castillo, peleó junto a Máximo Gómez. Soy familia de Oscar Fernández-Morera, sobrina de don Pedro León. No, no, no, yo sí soy de rango social. Y soy patriota, amo a esta Patria. Para mí es todo”.
Pero la Patria es también el barrio…
“¡Muchacha!, cuando me ven llegar allí todos salen: ¡Albertina, Albertina…! Fíjate, que hay uno que toma y dice mi hermano: ‘¡Me da una guerra, porque viene a pasar la borrachera aquí, dice que es porque se está acordando de ti!’. Y mira que ese barrio tiene fama…”.
¿No será tal vez una mala fama?, provoco.
“Es por gusto, porque en realidad son nobles. Lo que pasa es que muchos no han tenido la escolaridad necesaria…
“A veces me sentaba en un balance a ver la televisión y los vecinos pasaban y me decían: ‘Albertina, son las 11, quita el gancho, cierra la puerta y apaga el televisor que estás dormida’. Ellos me cuidaban a mí. Y decía: ¡Vamos a limpiar!, y salían a ayudarme.
“Yo era casada con Bello, que era militar, y él hacía caldosa por las tardes para que el barrio tuviera. ¿Y sabes cuánto cobraba por un caso? Cincuenta centavos. A nosotros todos nos querían”.
De vez en cuando regresa a su santuario del corazón. Repasa momentos inolvidables, echa un pie con los comparseros y se refugia en el tiempo de ayer, mientras le gritan por aquí, la llaman por allá.
Dice usted que tiene casi 91 años…
“Los cumplo en septiembre. En mis ratos libres leo todavía libros de Pedagogía, para no quedarme atrás. Hago todas las cosas de mi casa, mis mandados”.
El cuerpo suyo permanece aquí; pero su alma, ¿dónde está?
“Allá abajo. Yo a veces me digo: ¡Ay!, ¿pero quién me mandaría a hacer esta permuta? Me acuerdo de todo. Vivía orgullosa de que me dijeran: Es de Jesús María”.
¿Y ya no?
“¡Cómo no! Si a mí me encanta que me lo digan. Y a todos les aseguro: Sí. ¡Yo soy de Jesús María…!”.
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