Los campesinos estaban rodeados por un fuerte contingente del ejército de Batista, que les envió varios emisarios para que depusieran su actitud, pero Lino Álvarez, líder indiscutido del movimiento de resistencia aquel 11 de noviembre de 1934 estaba imperturbable, siempre con la misma respuesta: si el ejército entraba a sus tierras, correría mucha sangre.
La sempiterna lucha estaba de nuevo planteada entre los campesinos a quienes se deseaba despojar de “su” tierra y el fruto de su trabajo, que era todo lo que tenían, y los abusadores de siempre, que deseaban matar dos pájaros de un tiro: recuperar tierras fértiles y aplastar a los campesinos para infundir terror en todos los levantiscos que osaran enfrentarse al sistema establecido.
EL REALENGO
Desde el mismo inicio de la Colonia, a la hora de mercedar tierras a los primeros españoles, se impuso lo que ya se conocía: el modo circular de demarcación y que la cantidad, localización y nombre de cada tipo de entregas dependía de los objetivos perseguidos.
Para las producciones más importantes —fuera ganado o azúcar, por ejemplo— que necesitaban mayores extensiones de tierras, se entregaban los Hatos, para los cultivos varios desarrollados cerca de las villas se utilizaba la Estancia y para la cría de animales se crearon los Corrales.
Al demarcar esas tierras de manera circular, surgían entonces segmentos, huecos y sobrantes entre todos los repartimientos que no tenían dueños, siendo esas tierras las llamadas Realengos.
En la Colonia las tierras se entregaban por dos vías fundamentales, las autorizadas por la Corona a los conquistadores y la entregadas por los Cabildos de cada Villa, lo que fue práctica durante siglos (la evidencia más antigua de ello, de 1534, es de Sancti Spíritus), fuente de grandes monopolios de la tierra y el dominio de los criollos frente a los peninsulares en este aspecto.
En los Realengos se desarrollaba, por ejemplo, el ganado cimarrón, renglón económico fundamental de la primera Colonia, o eran las tierras, de su propiedad, que repartía el Gobierno, para cumplir con una promesa o darle credibilidad a un acto politiquero.
Por solicitud de los ricos criollos cubanos, el Rey Fernando VII dictó el Real Decreto de 16 de julio de 1867, que legalizaba la propiedad de la tierra entregada en los siglos anteriores, así que los usufructuarios que habían pasado de generación en generación la posesión familiar de la tierra, pudieron hacerse dueños reales de esos territorios, destapándose una guerra total en este sentido, que derivó en nuevos conflictos sobre todo en los Realengos.
Hasta los mambises ocuparon tierras en ellos al terminar las guerras, sobre todo porque allí podrían aspirar a su propiedad si demostraban que las habían poseído sin interrupción durante más de diez años, aunque ello siempre trajo problemas.
Con los años estas tierras fueron ocupadas por personas muy desfavorecidas, que no habían podido asentarse en tierras más fértiles, o que eran parte de campesinos que no tenían más remedio que arremolinarse en estas zonas propiedad del Estado cubano, para trabajarlas, sobrevivir y hasta ser en algunos casos competitivos, lo que creaba resquemores y ataques.
Los conflictos más graves por estas tierras, que provocaron a veces batallas sangrientas, se suscitaron en la República, con la preeminencia de los geófagos, que respondían a los intereses de la explotación maderera o azucarera, particularmente en Oriente.
La ocupación de estas tierras siempre afectaba diferentes intereses, sea de otros ocupantes o de terratenientes que las necesitaban para hacer negocios o solo para mantener su hegemonía del lugar.
REALENGO 18
Este era un territorio reconocido desde hacía siglos, desarrollándose en él luchas intensas para no ser desalojados sus legítimos ocupantes por los geófagos, Guardia Rural, terratenientes, politiqueros y los oportunistas de toda laya.
Se afirma que el problema fundamental comenzó alrededor de 1920, logrando hasta noviembre de 1934 mantener a raya a quienes pretendían despojar a los campesinos de estas tierras, pero en esta fecha la situación se tornó muy difícil.
En agosto de 1934 la Compañía Azucarera Corralillo, S.A. trató de hacer nuevos deslindes de tierra dentro del Realengo 18, cuyos ocupantes respondieron en un inicio de manera pacífica, al enviar carta al Presidente de Cuba Carlos Mendieta, que consideraban revolucionario, pidiendo justicia, pero nada se les respondió.
Solos y sin apoyo oficial ante los intentos violentos de la compañía de continuar haciendo la trocha, los campesinos del Realengo asumieron una actitud más beligerante al grito de Tierra o Sangre y se prepararon para la guerra, sin importar las consecuencias.
Cuando se rodeó el Realengo por la Guardia Rural y el Ejército, aliados de los poderosos, hubo amenazas reales de una invasión y atropello, pero todos estaban imbuidos de una enorme decisión de lucha y dispuestos a todo por defender sus intereses.
Hasta un matón profesional enviaron los terratenientes para expulsar a los campesinos y sus familias, pero lo que descubrieron fue a Lino, el negro de ojos silenciosos que se convirtió en líder del campesinado y supo organizar un movimiento de resistencia funcional, armado adecuadamente al final, para hacerle frente a los grupos madereros interesados en esas tierras y sus protectores.
Sin embargo, lo que impidió realmente una masacre y posibilitó una victoria excepcional y contundente del campesinado fue la enorme y rápida solidaridad con los rebeldes de los obreros, campesinos y veteranos combatientes en toda Cuba; que actuaron como un solo frente; a partir de lo cual los explotadores de siempre y sus secuaces tuvieron que echar para atrás.
La resistencia dio sus frutos, al imponerse la negociación en igualdad de condiciones, al final de la cual se firmó el Pacto de La Lima, con lo que los realenguistas depusieron su beligerancia y volvieron a sus trabajos sin perder ningún privilegio, aunque después se intentó intimidar a los campesinos varias veces.
Después la historia se trastocó durante mucho tiempo; pero el ejemplo de Realengo 18 siguió vivo entre los luchadores cubanos, quedando en la memoria del pueblo como un acontecimiento legendario, demostrativo de que, cuando hay razón y decisión para luchar contra los abusadores, estos no pueden amedrentar a nadie.
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