Jesús María es como una enorme tajada sobre el asfalto de la ciudad. Antes fue sólo una calle de gente humilde, cueripardos y almiprietos más de sangre que de Sol. Hoy, la barriada se desplaya y sube por los deslindes del río, abrevia el paso hasta la Carretera Central para tender un cerco que flanquea el parque y enlaza en un suspiro el centro histórico de la villa.
CRÓNICAS AL PASAR
Jesús María se sacude la llovizna de la tarde. Los charcos quedan, y en los charcos chapoletean los pies inocentes y revoltosos de los muchachos. Cerca, el vendedor:
—Sábanas blancas, bombillas, pilas triple A…
Con su tienda ambulante, el vendedor se abisma calle abajo en la garganta del barrio, que fue, primero, una aldea taína al borde del río Yayabo y, luego, cobija de esclavos; de los esclavos cazados cual animales en África por hombres blancos, por animales blancos.
—Miiiirthaaaaa, préstame una latica de frijoles, que estoy en cero; grita una vecina, cuya aguda voz la envidiarían Rita Montaner.
Es el día a día de esta barriada, donde, en cualquier esquina, Teofilito desenvainaba la guitarra de trovador nato, o plantaba el coro de clave —fundado por él allí— a mitad de calle, y a cantar se ha dicho.
Teofilito debió entonar el punto esquinero al compás de la Parranda Típica Espirituana, nacida en 1922 en lo profundo de Jesús María, con la autenticidad de los hermanos Sobrino.
¿Quién niega que, debajo de la añosa ceiba de la calle San Ignacio, el tres, la marímbula, el güiro, las claves, el bongó… y la voz cristalina de Marcelino Sobrino armaban la parranda, ante los vecinos y los llegados desde otros puntos de la villa?
Pero, ninguna celebración en Jesús María convoca a tantos creyentes, menos creyentes e, incluso, a no creyentes como las dedicadas a venerar a la Virgen de la Caridad del Cobre; Santa Bárbara y a San Lázaro. Sucede en el cabildo Luz Divina de Santa Bárbara, de ofrendas y altar sinceros.
Y a la sombra de la ceiba bendecida por Olofi y respetada por el rayo, aguarda la anfitriona Olga Gutiérrez. Discreta, muy discreta. Al llamado del periodista, acude a la puerta del templo yoruba. Prefiere hablar de sus ancestros lucumíes, de la rebeldía mambisa de ellos.
Olga alude a Josefa, cuya voz despeja los caminos como Elegguá y brilla al invocar a Oshún, mientras las manos se estrellan contra el cuero quemante de los tambores, con la fuerza de Oggún.
—Le canto a todos los orishas por igual, comenta al forastero.
Prendida como el curujey a la guásima permanece la tradición yoruba en este pedazo de la villa. Lo destaca María Antonieta Jiménez (Ñeñeca), la Historiadora de la Ciudad, quien resalta, además, la familiaridad de la mayoría de su gente; gente humilde —también en su mayoría— que antaño levantó allí sus viviendas a como pudo y a cuánto pudo; mientras la urbe crecía hacia el norte.
Jesús María no es un idilio. El barrio nació bajo la espada de la marginalidad y los prejuicios hacia esta. Y duele; duelen los prejuicios y más que ello, la marginalidad. Hinca tal certeza, auscultada por el doctor Pineda, un fomentense que desembarcó en estas tierras de Santa Bárbara hace 25 años para atender un consultorio, y de ahí no se va, ni dándole candela como al macao.
“Cuando nos mudamos para acá —ilustra este líder de la comunidad—, mi hija tenía seis años. Ella estudió en la Secundaria y el Pre de aquí. Ya es doctora. Jesús María no la hizo bandolera; no hizo que vendiera sus nalgas. Por tanto, este barrio no hace delincuentes; los delincuentes los hace la familia”.
Aún nos cimbra en los oídos esa filosofía de vida. Quizás, también, a Mary, la promotora cultural del barrio, muy popular por su personaje de la carretillera, de la comparsa de San Andrés. Mary casi nos tomó de la mano para que conociéramos los dolores y las esperanzas de su Jesús María.
—¿Cómo estás?, le pregunta a quien está sentado en el piso del pequeño portal de una casa.
Se trata de un discapacitado, que fabrica escobas, porque no llueve dinero. A propósito, a esta hora, en Jesús María se esfumó por completo el cielo plomizo. Se va la tarde. Y en la calle La Gloria, una mujer escoge el arroz en el dintel de la puerta de su hogar, mientras se pone al tanto de las últimas novedades barriales con una vecina. Chacharean. La mujer de pañuelo rojo sigue sacándole los “machos” al arroz. Apresura la comida. Por si las moscas, quiere adelantársele al apagón.
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