Habla de la vida y de la muerte con serenidad, convencido de la frágil línea que las separa, o las une.
En apenas unos trazos esculpe la historia de unos y el dolor de otros. Todavía recuerda el primer epitafio que talló, por compromiso casi. Y ya son muchos años en este oficio que ofrece algo de consuelo y deja en la tumba un poco de compañía.
Antonio de Jesús Mato García no sabe que los epitafios existen desde hace miles de años. En la antigua Grecia y Roma se colocaban en las lápidas de aquellos que ultimaban en batalla; como un mensaje de amor, de la ausencia que se siente tras la muerte. De la muerte que también tiene sus letras.
Tampoco sabía Tony o Matica —como le dicen sus allegados— que era él un escritor de epitafios.
“Un día estaba en el Cementerio Católico de Trinidad y llegó una señora muy dolida porque no encontraba el que estaba en la bóveda de su familia. Me llamó la atención la palabra y fui directo a ver a un amigo mío, profesor de Español. Él me aclaró la duda”. Desde entonces Tony le dio nombre a su habilidad.
Sobre un banco de madera —tan viejo como él— coloca el fragmento de mármol, donde quedan grabados para la eternidad los textos que recuerdan al difunto.
“A pedido de la persona se le puede hacer un modelo en forma de libro con su base, una jardinera donde poner flores o una placa para colgar lo mismo en la bóveda que en un nicho. Las palabras se tallan y se pintan con esmalte negro.
“Normalmente se escribe el nombre del fallecido, la fecha de nacimiento y la de defunción, alguna frase corta como Descansa en paz o Siempre te recordaremos; y se talla una cruz. A veces hay quien viene con una dedicatoria más larga. Tengo que explicarle que debe ser un mensaje sencillo y corto porque el espacio es muy pequeño.
“He pasado por momentos muy duros, por ejemplo, cuando muere una persona muy cercana o un niño. Me pongo en el lugar del familiar y es cuando más me esmero. Es la manera que tengo de solidarizarme con el dolor de los demás”.
Aprendió viendo a su padre, aunque tuvo antes otros oficios como el de albañil, plomero o pintor de brocha gorda.
“Cuando el viejo enfermó estuvo ingresado en Santa Clara varios meses y en ese tiempo llegó un conocido nuestro que había perdido a su esposa. Estaba desesperado.
“Cogí un trozo de mármol, me senté aquí como tú me ves y empecé tiqui tiqui. La vecina de en frente vino pensando que era mi papá. No, el que está haciendo esto soy yo, le dije. Ya había puesto el nombre de la mujer.
“¿Qué tú crees?, le pregunté. Puedes estar toda la vida haciendo ese trabajo, me respondió. Y ya llevo 23 años.
“Ahora, si yo te digo todo el mármol que yo he tallado con mis manos, tú te caes para atrás. Mira, mi hija, son miles de trabajos que hay en los cementerios y no solo los de Trinidad, porque aquí vienen personas de otros lugares. No sé cómo se enteran.
“Hay personas que llegan a mi ventana y casi me suplican; no le digo que no a nadie. A veces tengo días de volverme loco, el tiempo no me da. Mira cuántos han llegado en este ratico que hemos hablado. Tengo una lista grandísima y ya he cogido cuatro trabajos. Si no sale un día, sale al otro, porque no me gusta quedar mal con nadie.
Ya no tiene la energía de antes; los años pesan como el martillo y el cincel con los que modela el mármol, pero mientras la vista y las manos le acompañen escribirá sobre la piedra lo que el corazón tiene adentro.
“Ya tengo una práctica muy grande. Cojo el pedazo de mármol que llevo primero a cortar en una máquina. Mido a ambos lados para hacer el centro del libro; entonces hago los trazos, línea a línea.
“Antes trabajaba con el cincel, pero todos los mármoles no son iguales. Unos son más duros, otros más suaves. Tuve que adaptar este punzón y también utilizar barrenos para que los trazos queden bien”.
Tony no ha pensado en legar el oficio a nadie. Ni siquiera a alguno de sus seis hijos. Tampoco conoce a nadie interesado en aprender. Pero ante la pregunta que quema, incorpora su cuerpo enjuto y responde imperturbable:
“Cuando me muera no sé quién hará este trabajo. No he pensado en dejar mi propio epitafio, pero quisiera uno en mi tumba. Es muy triste no saber el lugar donde están enterrados tus seres queridos”.
Solo la memoria nos vuelve eternos. Y una forma de vencer el olvido son los epitafios.
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