La declaración del Centro Histórico de Trinidad y el Valle de los Ingenios como Patrimonio Cultural de la Humanidad el 8 de diciembre de 1988 marcó uno de los hitos más trascendentes para esta urbe colonial y moderna, de profundos contrastes, pero siempre bella.
La ciudad nació entre rejas de singulares formas, llamativas edificaciones y calles empedradas. Su típica arquitectura de lujosas mansiones, con techos de tejas rojizas y portales de balaustradas de madera, muchas de ellas hoy museos, las antiguas plazas, los edificios públicos y el entorno natural entre la llanura, la montaña y el mar enorgullecen a sus hijos y enamoran al visitante.
No menos impresionante luce el extenso valle que la bordea; su legado de casas haciendas, torres, calderas y remanentes industriales se presenta como testigo de una época donde el azúcar devino principal fuente de prosperidad para la villa; siglos más tarde, en la fértil llanura renacen inmuebles de majestuosa belleza, la caña de azúcar y otros cultivos.
Treinta y seis años después de aquel diciembre, Trinidad agradece el empeño de sus más preclaros hijos: Manolo Bécquer, Alicia García Santana, Silvia Teresita Angelbello, Víctor Echenagusía, Roberto López Bastida (Macholo), Carlos Joaquín Zerquera y Fernández de Lara y muchos más que develaron los encantos de esta urbe, donde otros espíritus también recorren sus calles y asoman en sus balcones.
Cautivan, igualmente, la inspiración y el quehacer de artistas locales, quienes bebieron de la tradición para tallar su propia impronta y obsequiar a esta tierra otros atributos que hoy la embellecen: Ciudad Artesanal y Creativa de la Unesco, la magia de sus noches, los sabores de su cocina, sus ritmos de tambor y melodiosa trova, el brillo de sus luces y hasta de sus sombras…
Este 8 de diciembre la tercera villa de Cuba agradece la devoción con la que muchos defienden el patrimonio como bien común, motivo de gozo y de compromiso para que generaciones futuras puedan también disfrutarlo.
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