En la estrecha y empinada escalera de madera que lleva a la azotea del Museo Romántico de Trinidad crecen los latidos de varios siglos. Sobre sus huellas descansan las pisadas de Carlos Enrique Sotolongo Peña, quien desafía los escalones y la altura en busca de una sanadora bocanada de vida.
Llega hasta ahí para hacer suyo uno de los fragmentos naturales más hermosos de la villa con sus 510 años a cuestas. Frente a sus ojos encuentra la desafiante y coqueta torre del otrora Convento de San Francisco de Asís, hoy Museo Nacional de la Lucha Contra Bandidos y, en el fondo, un pedazo del macizo de Guamuhaya colgado de las nubes.
“Si no tienes la exclusiva, eres de las pocas en captar este paisaje”, deja escapar mientras intento inmortalizar con letras el espectáculo natural y el fotógrafo que me acompaña, también seducido, le da el tiro de gracia al apretar el obturador.
Y durante unos segundos, en total silencio, Carlos Enrique se sumerge en su Trinidad. Hay un pacto de complicidad. Ya de regreso, con los pies y la mente en la azotea, decide regalar algunas confesiones. Va y viene por la historia de una villa que debajo señorea. Sonrisas, suspiros, preocupaciones y fe le acompañan.
“Trinidad encanta y duele —lanza como dardo enardecido—. Trinidad es así para todos los trinitarios y creo que ya, aunque esto te parezca un retruécano, no sabemos vivir sin Trinidad”.
Y el brillo de sus ojos traspasa el cristal de los espejuelos que intentan disimular el orgullo de ser hijo de esta villa de encantos. A ella le devuelve su amor y gratitud a través de estudios sobre patrimonio e historia. Ni tan siquiera decisiones desacertadas o acciones incoherentes le han hecho deponer las armas de la conservación desde su segunda guarida: el Museo Romántico.
“Ya son 40 años de mi vida en este edificio arropado por un colectivo laboral realmente importante y que, por supuesto, ha cambiado, dinamizado. Contamos con personas nuevas, pero las que se van siempre están. Y siempre digo con mucho orgullo que todavía hay en activo dos fundadoras.
“Aquí está gran parte de mi vida, sufriendo por las reparaciones que se le han hecho, por las que se le deben hacer, tratando de que todo esté cada vez mejor, acompañando, por supuesto, a nuestro cuadro centro, Isabel Rueda, quien también ha estado toda una vida en este lugar”.
A la casona de dos plantas, de grandes arcos y ventanales, que en este 2024 cumple sus primeras cinco décadas con ese objeto social, llegó con olor habanero. En la capital del país descubrió, más que la carrera universitaria, el espíritu de una gran urbe.
“Estudio Historia del Arte por curiosidad. Sabía que debía ser una carrera de humanidades porque no me llevaba bien con las matemáticas y sí siempre me interesó leer, discursar más que escribir. En el lejano 1977, llené las maletas y me fui. Lo único que sabía entonces es que iba a estudiar la historia de las artes del mundo”.
¿Cómo fue para un trinitario de pura cepa conquistar La Habana? ¿O La Habana conquistó a Carlos Enrique?
“Me conquistó porque es una urbe mágica. Lo dijo Carpentier: es la ciudad de las columnas, de los portales… Es la ciudad de la cultura en cualquier momento, etapa mejor o peor. Además, te confieso que añoro el mar y eso de estar en una ciudad como Trinidad entre el mar y la montaña me gusta, pero es que en La Habana no solo ves el mar como nos pasa a los trinitarios, sino que lo hueles, lo sientes, lo tocas, lo padeces cuando estás caminando distraídamente por el malecón y una ola te moja. Me considero un tipo bien insular, por tanto, soy del mar”.
Pasados cuatro años de portar con orgullo su título universitario y un currículo in crescendo como profesor en el Instituto de Diseño Industrial, la vida, el destino, sus esencias lo llamaron a capítulo.
“Regresé por la familia. Entre mis paradigmas está mi abuela paterna y estaba enfermita. La cuidé y no me arrepiento porque creo que cumplí con ese sagrado deber de cuidar a los mayores. La vida me deparó sorpresas: encontré el gran amor, que aún lo sigue siendo, mi mujer y tuve un hijo maravilloso”.
La villa trinitaria también le abrió los brazos. Su rico pasado y cultura lo sedujeron. Funge como uno de los primeros miembros de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en ese territorio y pocos espacios teóricos se han resistido de no contar con los saberes adquiridos tras horas y horas de estudio.
¿Cuánto le ha aportado profesionalmente estar en el Romántico, cuando en el imaginario popular predomina que los museos son espacios detenidos en el tiempo?
“Nada más alejado de la verdad. Al llegar a este mundo, descubrí que saber de museos, profundizar en su estudio me era una asignatura pendiente. En la carrera, nos dieron solo un semestre sobre el tema, así que tuve que aprender. Me fascinó el excelente sistema de documentación que tienen los museos cubanos, la impronta que han dejado en todo el país figuras como Marta Arjona con la creación de las 10 instituciones básicas y los museos municipales y la doctora María Mercedes García Santana, quien nos compulsó a saber cada vez más sobre el mundo de la museología y nos llevó a hacer estudios de máster ya entraditos en años.
“Realmente el museo te va atrapando. Las colecciones hablan y es un reto realmente conocer y no quedarte en la historia repetida, el cuento que te hacen cuando llegas; que muchas veces está bien, pero muchas veces no lo está del todo”.
Carlos Enrique Sotolongo Peña puede caminar con los ojos vendados entre la rica colección del Romántico. Conoce con pelos y señales cada centímetro de la institución como expresión de una pasión desmedida. Justamente por ello mereció recientemente el mejor de los reconocimientos. Resguarda, entre otros lauros, el Premio Único de las Artes, otorgado por la Asamblea Municipal del Poder Popular de Trinidad, durante la Asamblea Solemne por los 510 años de la fundación de la tercera villa de Cuba.
“Agradezco realmente el premio. Pero, más allá de los cinco minutos de fama, mi satisfacción mayor está que hay gente dentro del Consejo de Dirección de Cultura que pensó que me lo merecía. Es un reconocimiento realmente a la obra que vengo haciendo un poco anónimamente porque no he escrito libros, he plantado muchos árboles, he lavado muchas cabezas y muchas me han salido muy buenas y en eso ando”.
Con este nuevo estímulo, Carlos, el trinitario que ha servido de puente entre la ciudad y muchas personalidades de la cultura que han convertido en cobija su casa antigua de patio seductor y con una ubicación envidiable frente a la Plaza Mayor, no niega que este 2024 será el año de la jubilación.
“Sí, creo que es necesaria. Es importante dar paso a las nuevas generaciones que con sus dinámicas sabrán cómo enfrentar los nuevos escenarios. Pero no significa que me desprenderé del museo”.
¿Depondrá las armas Carlos Enrique como centinela del patrimonio y la cultura trinitaria?
“Carlos no depone las armas. Carlos va a estar al tanto de todo lo que pase en el museo. Sé que vendrán a la casa porque se aprende más por viejo que por diablo. Así que espero seguir contribuyendo con mi saber poco o mucho, mi interés, mi pasión por el museo, por su colección, por su mantenimiento, por su conservación y hasta por su crecimiento si fuera posible. Realmente, van a contar siempre conmigo”.
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