En medio de la finca San Lorenzo, desamparado y venido a menos, Carlos Manuel de Céspedes debió pensar más de una vez que nada de lo que hizo valió la pena, ni el haberse adelantado a la fecha de alzamiento, ni las penurias que sorteó en la manigua, siendo —como en realidad era— uno de los hacendados más ricos del Oriente de Cuba; mucho menos aquella frase que de seguro recordó en el instante postrero: “Oscar no es mi único hijo; yo soy el padre de todos los cubanos”.
Sin embargo, los hijos de entonces le fueron ingratos. Desde el propio 10 de octubre de 1868 algunos comenzaron a interpretar el gesto temerario de haber liberado a sus esclavos, no tanto como prueba de la radicalidad de su pensamiento, sino como la jugada estratégica que le permitiría erigirse en patriarca imprescindible y elevar su voz por sobre los demás para aprobar o censurar los destinos futuros de la guerra.
Pudo haber un poco de todo: de la conciencia nacionalista de un hombre que entró ya maduro al ruedo de la independencia, su necesidad de protagonizar una epopeya semejante a la que aún resonaba en Europa — “Libertad, Igualdad, Fraternidad”—, o su convencimiento real de que ningún gobierno de burócratas iba a dirigir mejor los rumbos de la contienda.
Lo cierto es que aquella revolución iniciada en octubre de 1868 estaba condenada al descalabro, por más que le agradezcamos hoy el habernos sacudido la somnolencia colonial. Demasiadas disputas internas, demasiados caracteres fuertes e irreconciliables, demasiado tierno aún el concepto de Patria.
Las contradicciones entre camagüeyanos y orientales por la forma del gobierno en armas, por el liderazgo generacional y hasta por la idiosincrasia de ambas regiones; los excesos de voluntarismo; y el desgaste inevitable en un conflicto que se extendió durante una década, pero no a toda la geografía insular, obligaron a los cubanos a desembocar en el Pacto del Zanjón, vergonzoso tratado de paz que, con algunas simbólicas excepciones, no tuvieron más remedio que acatar.
Germen de las revueltas que habrían de sucederle, la iniciada por Céspedes tuvo el sino romántico de las gestas fundacionales: la primera de todas las cargas al machete, los tanteos iniciales de una Cámara de Representantes que aprendía a legislar, aquella sensación incomparable, aunque efímera, de haber atisbado la libertad.
Pero de las lecciones que los cubanos sacamos sobre aquella contienda, de las lecturas contemporáneas que hacemos sobre la unidad nada sabía Carlos Manuel de Céspedes mientras agonizaba en el fondo de un barranco en San Lorenzo.
Destituido de la presidencia, enviado sin escolta al último confín de la Sierra Maestra y delatado por algún traidor que nunca se hubiese atrevido a enfrentarlo, el Padre de la Patria supo aquilatar entonces el descarnado precio de la inmortalidad.
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