“Amor y dedicación curan más que una inyección”, asiente Adela González Marrero, la seño del Consultorio del Médico de la Familia número 17. Lista para realizar el próximo proceder a unos metros de ese centro de la Atención Primaria de Salud en Cabaiguán, el barrio la recibe con las puertas abiertas.
“Décadas atrás trabajé en este mismo lugar junto al doctor Wifredo Zayas Mendoza en las consultas de Obstetricia. Los vecinos de aquí me conocen de esa época y, aunque estuve vinculada a otras unidades asistenciales, siempre los he considerado mis pacientes”.
Con la misma rapidez con que hilvana su discurso los visita a diario. Conoce a ciegas las historias clínicas de ellos y ellas, sus hábitos, alegrías y preocupaciones al convertirse en confidente y consejera de los suyos; rasgo inherente en personas capaces de hacer el milagro de la vida.
La consentidora de Leyanet y Pedro Pablo, sus nietos, pudo retirarse la cofia dos calendarios atrás; mas intuye que la enfermería aún puede depararle emociones.
Por cerca de medio siglo ha experimentó extensas horas de entrega en los quirófanos. Los servicios de Ortopedia y Ginecología tampoco les son ajenos a alguien que aprendió a vestirse de blanco cuando apenas descubría la adolescencia.
“Fui la primera enfermera que trabajó en el otrora preuniversitario del Ministerio del Interior (Minint) radicado en el municipio. Al ser contemporánea con los estudiantes, en ocasiones, las alumnas y yo intercambiábamos uniformes”. Adela añade otras travesuras al diálogo, recuerdos de una época donde se apropió de las técnicas de enfermería.
Precipitado, el destino le quitó una hermana, sus padres y esposo. Sobrellevar tantas pérdidas curtieron a la entusiasta de la superación constante y realizada profesionalmente, pero con una deuda del pasado: coronarse en una de las especialidades de la enfermería.
“Se lo reitero a las jóvenes en formación. Lo primordial es tener buen corazón. Hay que tratar a cada persona como si fuera una misma”, alega mientras trilla el Consultorio de un extremo a otro para revisar la reserva de apósitos y los mínimos detalles.
Varias alarmas tiene activadas en su teléfono móvil. De los contactos agendados perdió la cuenta y a deshora descuelga cualquiera llamada. La persiguen por tener manos de oro que doman hasta a las venas rebeldes.
Cecilia, una paciente con Parálisis Cerebral Infantil (PCI), únicamente aguarda por Adela para recibir la vacuna de rutina y contarle de sus fantasías más recientes. Con ella el pinchazo pasa desapercibido.
En cada encuentro con enfermos del área I de Salud o la propia familia gestada en la cuadra, profesa el arte del cuidado que llevó a esta sanitaria a las proximidades del desierto. A un mes de cubrirse con el velo de novia, conservó el beso del único hombre de sus días para partir a Irak en 1985.
“Aprendí mucho de la vida y de las costumbres de los nativos de allí. Me ubicaron en uno de los salones de operaciones dispuestos en los hospitales de campaña. Al permanecer en guerra, veía pasar largas caravanas de carros que de un momento a otro pasarían a buscarme para asistir a los heridos”.
“Al principio me desmayaba, hasta un día. Una vez solicitaron la presencia de alguien con el grupo sanguíneo O negativo para salvar a una muchacha víctima de una herida de bala. Al ser compatible con la joven hice la donación de sangre. Desde que pude me incorporé al trabajo”.
Autoridades diplomáticas insistieron en la estancia de Adela González Marrero por mayor tiempo en suelo iraquí. De la nación asiática regresó en 1987. Las marcas de la muerte y el dolor todavía la sobresaltan.
Décadas después de la contingencia sirve en tierra conocida. “Sigo sin adaptarme a los días de jubilada y decidí reincorporarme”, me comenta frente a la casa de una de sus pacientes.
-Buenos días, ¿cómo se amanece?
– Buenos días, Adela, ¿qué tal de fin de semana?
– Ya está el resultado de la prueba citológica. Todo bien.
– Muchas gracias, es la mejor noticia que me has dado. Entra y nos ponemos al día mientras cuela la cafetera.
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