De rojo y blanco se yergue vistoso, prácticamente a dos pasos de la puerta del pequeño hogar. Una corona hermosísima en lo más alto, una espada y hacha de madera, un collar de cuencas llamativas, maracas y velas preservan la fe de Bárbaro Lázaro Acosta Marín.
“Padecía de problemas grandes de epilepsia y a raíz que me coroné mi santo, a los siete años, nunca más supe de esa enfermedad”, expresa este hijo del orisha de los rayos, los truenos, el fuego…
De frente a su altar, no pierde la oportunidad para agradecer. Tiene 33 años, una familia, la profesión que siempre soñó y su proyecto musical Ilú, el único que en tierra yayabera defiende acordes con raíces nacionales fusionados con los llegados hace siglos desde África.
“Soy hijo de Shangó, seleccionado por él y desde niño me cuida”, dice con orgullo. De casta le viene la religión yoruba. Y, como si los lazos sanguíneos no fueran suficientes, abrió los ojos y vive en Jesús María, a unos pocos metros del Cabildo Luz Divina de Santa Bárbara y, barrio yayabero donde se grita a toda voz que el que no tiene de congo tiene de carabalí.
“Mi bisabuela fue una de las primeras personas que coronó el santo Obatalá en nuestra ciudad. Después se inició mi mamá, sus hijos; poco a poco, mi familia toda”.
¿No resulta arriesgado involucrar a los niños con una responsabilidad tan grande como la que le otorgaron con solo siete años?
“Vengo de una casa religiosa. Mucho antes de esa edad la religión era mi mundo natural. Crecí en ella. Iba a los bembés. Por eso es que se me abren las puertas a la música. Claro, existen casos de niños que luego se dan cuenta de que no es su camino o la profesan, como dicen por ahí, a sus formas.
“Pero, en mi caso, idolatro desde pequeño a mis orishas. Eso me ha ayudado mucho en la vida. Pienso que hay cosas también más allá de lo que uno a veces cree y sí están. La prueba soy yo mismo”.
Escucharlo contagia una paz estremecedora. Sus inmensos ojos, con brillo intenso, lo refuerzan. Bárbaro Lázaro en cada palabra se refugia en su fe.
“Que crea en los orishas no significa que no crea en Dios. En nuestra religión se nombra Olofi. Pienso que si el ser humano no tiene fe en algo, deja de existir”.
¿Ha tenido que pagar algún precio por ser religioso?
“No. Sí me pasó que al entrar en la etapa de la adolescencia me limité un poco. Pues cuando iba a un bembé y tropezaba con algún amigo, pensaba: Si luego lo dice en la Secundaria me van a recriminar que me mezclo con la santería, la negrá… Pero hoy me enorgullezco mucho de mi religión. Incluso, son muchas las personas que la profesan, unas de corazón y otras por estar a la moda.
¿Qué cree de esas últimas?
“Como en el resto de las religiones, hay de todo. Pero no es secreto que en la nuestra encontramos a quienes se hacen santos para parecerse a un artista popular o por otra causa. Entonces, aparecen grandes consecuencias porque terminan al final botando a los orishas.
“Pienso que lo fundamental que buscamos en una religión: lo espiritual, ellos no la encuentran ni en esta religión ni en otra”.
También es frecuente tropezar con criterios que aseguran que detrás de la religión yoruba hay personas engordando sus bolsillos…
“Lamentablemente, hay quienes han lucrado, han vivido de la religión. Algo que veo muy mal, pero peor lo ve Olofi. Esas personas hoy están bien, pero el final les llega. Es un tema amplio y muy delicado porque, por desgracia, muchas veces a todos los religiosos nos meten en ese saco de forma injusta”.
Y si de estereotipos se habla, este joven ha debido enfrentar los imaginarios colectivos que aún encasillan a la religión yoruba en contextos exclusivos de personas negras y marginales. Haber nacido y crecido en el mismísimo corazón de Jesús María, donde se carga aún con el sambenito de revoltoso, le otorga un valor añadido.
“Y pasa hasta con el cuarteto. Nos preguntan por qué no nos presentamos en el barrio y sí lo podríamos hacer con muchísimo placer. Pero nos encasillan por defender música folclórica”.
Egresado de la especialidad de Música del nivel elemental de la Enseñanza Artística, primero; luego de la Escuela de Instructores de Arte, este espirituano devuelve sus saberes. Labora en la Casa de Cultura Osvaldo Mursulí y en la Escuela de Arte Ernesto Lecuona como profesor de dos asignaturas y percusionista de la carrera de Danza. Es el único que enseña los secretos de los tambores batá en Sancti Spíritus.
“Mi madrina Idolidia Valle Pina tenía un conjunto que tocaba cuando era niño en las pocas casas religiosas de entonces. Me uní al grupo con las maracas; otras veces con el cencerro y así crecí. Luego, conocí a la maestra Lourdes Caro, quien se encargó que yo entrara a la otrora Escuela de Música porque me dijo: ‘Tienes que saber lo que tocas para que no te quedes en el marco de la negrá’.
“Al terminar la Escuela de Instructores de Arte me atacó la duda de hacer mi propia música. Y, aunque hago mis melodías, jamás me he desprendido del bembé porque tiene el valor espiritual, me ayuda a existir”.
Lo saben bien quienes conocen a Bárbaro Lázaro, desde aquellos días en que, aún vestido de pantalón azul oscuro y camisa de cuadritos pequeños presentó ante los ojos del mundo a Ilú, el nombre que alude a la “tierra donde nada existe sin música”.
“Nunca ha sido una decisión, sino una convicción que me complementa”, alega quien sufre en carne propia los pocos espacios y oportunidades para compartir con los públicos, incluso tras vencer el complejo proceso de profesionalización.
En tierra despojada de referentes en el toque de los batá, ¿cómo aprendió para hoy transmitir sus saberes?
“Con mucha modestia digo que mi primer maestro fui yo. La curiosidad me llevó a buscar referentes en la música con raíces en África y los pies aquí. Mi padre, que no es religioso, me regalaba siempre discos de Lázaro Ros. Me llamaron la atención Mezcla, Síntesis… A sus integrantes los conocí por mediación de la propia Lourdes Caro.
“Viví un tiempo en Matanzas y allá me enseñó Alfredo Calvo, todo un experto; además de los saberes adquiridos en casa de mi madrina, junto a sus hijos, algunos profesores en la escuela. El tiempo, poco a poco, definió lo que soy como artista.
“Me gusta mucho enseñar. Una de las aspiraciones de Ilú es nutrir a los públicos, sobre todo a los jóvenes, de esa parte de nuestras raíces de una forma diferente”.
Sancti Spíritus, 24 de septiembre. Debajo de la bandera cubana emerge un altar de color blanco. A un lado del río Yayabo, se alzan las voces por la salud de la humanidad.
“Fue una idea que tuvimos Carlo Figueroa y yo. Los religiosos lo han agradecido mucho porque no tenemos un espacio para reunirnos y decir, por ejemplo, este domingo lo dedicaremos a la rumba. Decidimos que fuese el Día de las Mercedes, en la parte católica, y en la yoruba, el de Obatalá porque es el único día de los orishas en que no se realiza toque de tambor en el Cabildo Luz Divina de Santa Bárbara. Y ha tenido gran aceptación la iniciativa, aunque la Casa de la Guayabera no es un lugar religioso”.
La religión forma parte de su ADN. Tiene ya una familia propia, ¿ha mantenido el legado?
“Sí, mi hijo mayor y la niña —la menor— tienen sus santos. El del medio lo estoy dejando a que decida. Lo que sea estará bien porque primero que todo es mi hijo”.
Frente al pequeño altar ubica sus batá. Las manos caen contra el cuero quemante de los tambores con la fuerza de su fe. El sonido ahoga el pregón del panadero y el tintineo del chorro de agua en el cubo de una vecina, llegados por la pequeña ventana de la sala. Bárbaro Lázaro Acosta Marín despeja su camino, el de muchos…
“No pido dinero, ni siquiera prosperidad. Pido salud. Lo demás yo lo busco. Y, claro, para el mundo también: mucha salud y paz”.
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