Como todas las mañanas de este mundo, Disney se mira en el espejo, y el espejo le devuelve el rostro de 53 años; le devuelve las ojeras hasta los pómulos y las canas anunciándose desde las raíces del pelo. Al menos, remedia las ojeras con polvo facial; las canas deberán esperar. Con el tinte a 500 pesos no hay quién pueda.
—Pan calientico y suave, pregona el vendedor al doblar de la esquina y casi en la ventana del cuarto de la maestra Disney.
—Sí, sí; pan calientico para el bolsillo y del tamaño de un dedo, le murmura al espejo, antes de darse el último motazo sobre las ojeras.
Pero Disney amaneció hoy con el pie derecho. Quizás, sería más atinado decir que madrugó hoy… La corriente llegó a las cuatro de la mañana y, aunque tardó en irse menos de lo que dura la película del sábado, le dio tiempo para ablandar los frijoles en la olla reina y poner el arroz que acaba de venir a la bodega. Afortunadamente. Porque a 300 pesos la libra en el mercado informal no la compra un maestro ni con enésimas reformas salariales por medio.
En casa no solo Disney madrugó. Mucho antes de que los apagones desembarcaran en esta isla, su esposo Yoandry comenzó a dejar a un lado la computadora y asumir la mayor parte del lavado de la ropa. Al principio gastaba un paquete completo de detergente y mezclaba las sábanas y los pitusas. Y las blancas toallas extraviaron la blancura del coco. Al principio también Disney ponía el grito en el cielo. Maestra al fin, encontró la forma…
—Hoy él lava mejor que yo.
La voz pícara y cristalina contagia y le sacude la conciencia a este periodista, quien desde hace rato no enjuaga ni un par de medias, y de Pascua a San Juan friega un plato.
—Disney, ¿y los hijos?
—Tenemos una: ella estudia Medicina y se pasa el día de la universidad al hospital. Con que salga bien es suficiente; coopera bastante aquí en la casa, sobre todo, los fines de semana.
Con su primer esposo, Disney tuvo a Michel; en 2016 quien fuera su pareja arribó ilegalmente a Estados Unidos, después de vencer un itinerario, cuajado de extorsiones, asaltos, coyotes, y policías corruptos; travesía que incluyó, al hilo, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México… A inicios de 2024, Michel llegó a Tampa mediante el parole, solicitado a su favor por su padre.
—Dicen que a los hijos hay que dejarlos volar.
Ahora, la tristeza se posa en la voz de Disney. A ella le preocupa que en uno de los operativos contra los migrantes, que van a la cuenta de Donald Trump, los agentes federales cacen a Michel, como si fuera un delincuente en el apartamento, en un mercado o en el taller de mecánica donde trabaja. La madre teme por la reacción del hijo.
—Si sale corriendo, y si le disparan…
Los apagones son nada ante el sobresalto que, por tal razón, vive hoy Disney. Poco le importa a esta espirituana que se le haya acabado el gas licuado y que el saco de carbón rebase ya los 1 000 pesos. Poco le importa a esta mujer que las ojeras le lleguen hasta los pómulos.
Mañana, el espejo le devolverá a Disney su rostro de 53 años. Presumida como es, tras el polvo y el lápiz de cejas, esconderá sus angustias cotidianas, las cuales —asegura— no lleva al aula.
—Con que algunos de mis alumnos no tengan pan para merendar es suficiente.
Pero, Disney me sugiere no hablar de esas dolencias del alma. Y si un día no lo hará, será hoy. Al salir de la casa —de prisa, como siempre, para coger la guagua de la ruta 7— sus ojos se llenaron de flores; allí, en el pequeño jardín, que le sembró Michel, vio que un ramillete de azucenas estaba a punto de reventar, de colmarse de blanco.
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