Entre todas, el lauro fue para Carmen Zayas-Bazán Hidalgo, por la que él saltó sigilosamente por el postigo —Leonor había cerrado el cuarto con llave—; corrió tras ella para decirle que la amaba con locura y que deseaba mucho formalizar esa relación, y todo cambió.
Martí era un hombre que no se cubría para amar. Cuando descubrió cómo podía tributarse a él mismo desde la pasión por la mujer, nunca más volvió a andar de espaldas.
En España inició su descubrimiento de amor, pero antes le había provocado espanto la lujuria de la cárcel, de lo que afirmó: “El cuerpo de las mujeres se hizo para mí de piedra”.
Recuperado de las heridas y exiliado en España desde 1871, estaba presto a integrarse a la vida, cuando aquel recuerdo traumático del vil encierro dio paso a una experiencia singular del amor juvenil.
Según algunos estudios, allá tuvo alrededor de 14 escarceos amorosos, los más importantes para él con la Madrileña (M) y la aragonesa Blanca de Montalvo; desde el deseo más explosivo hasta el amor más idílico y sentimental.
Con M. tuvo una relación sexual llena de pasión desbordante, desinhibida, donde el joven Martí se encumbró con la mujer desnuda sin remilgos, lleno del fuego que marcó la memoria de ella.
Era casada M, y sus gemidos todavía se escuchan en cada mujer feliz que también diría, por ello: “Ahora no me importa que el mundo se hunda” y “si yo encontrara algo que calmara esta fiebre, esta sed de amor por ti, siento que tal vez podría vivir”.
Blanca de Montalvo fue la novia de Martí, el amor juvenil que lo cautivó todo: por ella recorría la ciudad, se reía sin razón alguna, o escribía, en rapto bíblico: “Me regocija, me resucita, me alimenta, me despierta. Jesús salvó a la tierra: ella es mi Jesús”.
Después, la diáspora de nuevo, yendo del confort total a lo desconocido, cuando decidió marchar a América.
En México se encandila, hierve, se convoca, se llena de Quijotes; él, volcán de 22 años, con bríos sobrados para los duelos amorosos, de los que tiene varios, entre flirteos y carnales, como con Rosario de la Peña, ansiosa de muchas loas, o Concepción Padilla, que le pone el laurel al estrenarse Amor con Amor se Paga, o Eloísa Agüero, prendada del cubano que descubrió la manera de encandilar el espíritu y satisfacer los deseos de los cuerpos.
CARMEN VS. MARÍA
A Carmen la conoció en este período —¿en el baile, el teatro, su casa?— y quedó admirado de su porte, hidalguía, mirada fulgurante, a pesar que deseaba “dividirse en cachitos”, como dijo a la madre, pues muchas mujeres admiraban su verbo, su galantería y su sonrisa.
Cuando enfermó se impuso su tranquilidad obligada, lo cual le dio la posibilidad de enamorarse más de Carmen, cerca porque él se dejaba cuidar y, al final, creyendo los dos que podían romper con todos los moldes, siguieron fortaleciendo su idílico noviazgo.
Comprometido con ella, y porque en México se ahogaba ya, partió para Guatemala, país lleno de nuevos escenarios y de amigos contentos por tenerle, donde pudo impartir clases, seguir el periodismo o escribir grandilocuentes textos sobre la realidad del país.
Allí se encontró con la enigmatica, bella y apasionada María García Granados, como alumna y anfitriona junto a su padre de reuniones magníficas, razón por la cual Martí visitó su casa asiduamente.
Esta “niña” se enamoró perdidamente de Martí, y lo imantaba con sentimientos que en otra circunstancia se habrían completado sin ninguna dificultad.
Pero no cayó en la tentación: prisionero de su ética, no hizo nadaque perjudicara a la señorita de sociedad, aunque García Granados quedó rota sabiendo que Martí se casaría y su cuerpo cedió al no poder defenderse de un resfriado común.
Martí volvió a México por un amor que ni la distancia ni el éxtasis de María pudieron disminuir, y el día 20 de diciembre de 1877 se casó con Carmen en unión religiosa y civil que tuvo por testigos de aquel acto memorable a su amigo Manuel Mercado y a Manuel Ocaranza.
MARTÍ Y CARMEN
Casi dos años vivieron juntos y felices, a pesar de las estrecheses: por el amor, ella esperaba que el revolucionario se aquietara y él, que las circunstancias fueran mejores para entregarse a la Patria.
Querían ellos cosas normales de acuerdo con sus premisas: Carmen un esposo que trabajara y viviera con ella y para su familia y Martí, una mujer que lo siguiera en su andar por Cuba.
Despúes que expulsaron al Apóstol de Cuba en 1879, la relación siempre fue más débil en cada época: en Nueva York intentaron vivir normalmente varias veces —entre febrero y octubre de 1880 y entre diciembre de 1882 y marzo de 1885— con su hijo que tanto adoraba Martí; pero ella no aguantaba y se regresaba a Cuba.
En junio de 1891 lo intentaron de nuevo, ya él iniciando su apostolado independentista, pero en agosto Carmen volvió a la isla de manera definitiva, momento del episodio doloroso para Martí, que nunca perdonó, protagonizado por el patriota Enrique Trujillo, quien a pedido de Carmen gestionó ante cónsul español la emisión inmediata de los pasaportes.
Huyó Carmen tal vez después de advertir que otra mujer había ocupado su lugar sentimental, pues los últimos años de Martí estuvieron marcados por otra Carmen, de apellido Millares, la bella, intensa y buena mujer, donde amor y deseo se impusieron en una relación discreta, muy agradable e igual necesaria para los dos.
LA MUJER SIEMPRE
Decía Martí, en 1880, que dondequiera que había ido el “alma de mujer ha venido a bendecir y endulzar su exhausta vida”, desde M. hasta la joven de Southampton con la que pasó una media hora deliciosa; muchas veces amando desde el flirteo que vivía con él, otras, donde el cuerpo revelaba todos sus secretos; siempre prisionero de principios, que, si algo en derredor de una mujer los amenazaba, no era capaz de romperlos con tal de disfrutar de ella.
Carmen significa su propio tránsito de una época a otra, en lo físico y emocional, pues sus últimos 15 años estuvieron marcados por la impronta del amor que le profesó, grande al principio, a quien nunca pudo ser la mejor compañera de viaje de un hombre predestinado a la lucha y a vivir ajeno a los cánones normales.
Carmen nunca sería Manuela Sáenz, pero por eso no debe ser condenada, pues amó a Martí de la manera que sabía hacerlo una aristócrata acomodada a la vida y creyó, como él mismo, que era suficiente el inmenso amor que se tenían para resistirlo todo.
Cuando todo ese amor se rompió, Martí no dejaba de pensar en María Granados, ni quiso privarse de la magnífica Carmen Miyares.
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