Maquinista… y de las buenas

Confesiones de la niña que, muñeca en brazos, suspiraba viendo pasar aquellas locomotoras con una longaniza de vagones hacia el central

Con esa expresión de rostro, no hace falta preguntar si ama el oficio. (Foto: Pastor Batista Valdés)

A veces, durante los pocos momentos en que detiene la faena, Yamilé Fernández Zubiaurre acomoda delicadamente la barbilla entre las manos, cierra los ojos y se ve a sí misma, sentada en el portal de la casa, con una muñeca en brazos, mirando, entre suspiros, aquellas locomotoras, algunas de ellas a vapor, que iban y venían con vagones cargados de caña «a punta de estaca».

Persistente –desde que bajó de la cuna y le cambiaron el pañal por una batica–, nunca renunció a convertir en realidad el sueño de conducir uno de aquellos divinos monstruos de hierro, aunque sobre los rieles de la vida aparecieran quienes la tildasen de loca, por considerar que ese es un trabajo para hombres, como sucedió con un maquinista que «de ningún modo concebía a una mujer en esta labor».

«¿Pero sabes?: tuvo que irse callando, porque en 1991 empecé como auxiliar. Me parecía fantástico aquello de revisar la locomotora, los relojes, chequear aceites, combustible, transmitir señas, estar al tanto de todo, ser brazo derecho del maquinista… Lo mío, sin embargo, iba más allá; yo tenía que conducir.

«Entonces, me las ingenié para pasar tres cursos: dos aquí mismo y uno en Santo Domingo, en Villa Clara. ¡La locomotora era completamente mía! Han pasado más de 30 años y aún me parece mentira… o que apenas estoy comenzando. Solo me desvinculé de este oficio cuando mi madre sufrió una fractura de cadera y me dediqué a atenderla.»

–¿Es un trabajo fuerte, agotador…?

«No tanto desde el punto de vista físico como mental. Yo diría que el cuerpo no se agota tanto como la mente, porque tienes que estar todo el tiempo pendiente de muchas cosas: presión, temperatura, seguridad de ese auxiliar que está abajo dándote señas y también de la vía, que no en todas partes está en el mejor estado.

«Por eso, a nosotros nos realizan un examen médico riguroso, nos recalifican cuando pasamos los 50 años de edad, nos chequean la salud anualmente. Pero sí, es un trabajo duro. En verano, la cabina de la máquina es un horno, en tiempo de frío un congelador y, como dice mi esposo, cuando los mosquitos se empecinan en fastidiar, parecen más ferrocarrileros que nosotros mismos».

–¿Así que trabajas 24 horas y descansas ese mismo tiempo?

«Antes no era así, pero faltan maquinistas, y lo que no puede pararse es la zafra, el tiro de caña, de mieles, de alcohol, de lo que haga falta, incluso la transportación de pasajeros, cuando es necesario apoyar».

–Se te han ido más de tres décadas encima de esa locomotora que mantienes tan limpia, dentro, como la sala de tu casa. ¿Has pensado alguna vez acariciarla, bajar de ella para siempre e irte a compartir las 24 horas de cada día junto a tu esposo?

«No. Para eso no tengo que irme a casa. A él lo tengo aquí, a mi lado, todo el día, porque juntos formamos esta tripulación, los dos somos maquinistas».

A la distancia de un abrazo, sonríe en silencio un hombre de no menos amable expresión a flor de rostro. Se llama Héctor Reinier Caballero. Honor a su apellido. Á diferencia de Yamilé, desde niño soñó con aviones. No pudo ser piloto. Hace poco estuvo a punto de «enganchar» un curso de fuselaje o algo así, pero la edad le retrancó el ensueño. No importa. Sigue ahí, convencido de que por nada soltaría esa locomotora de su vida, ni a la maquinista de sus días y sus noches.

Pastor Batista

Texto de Pastor Batista

Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *