Protesta de Baraguá: El coraje oceánico de Antonio Maceo

Hasta este 15 de marzo llegan los ecos de la intransigencia del Titán de Bronce, ante la propuesta de España de una paz sin independencia ni abolición de la esclavitud

Hace 147 años de la corajuda actitud de Maceo en los Mangos de Baraguá.

Mangos de Baraguá. 22 de octubre de 1895. Poco antes de la partida de las fuerzas insurrectas, el Mayor General Antonio Maceo Grajales —quizá medio en broma, quizá medio en serio— le recomendó a dos lugareños:

—Cuiden estos palos a ver si tengo la suerte de verlos, cuando regrese de occidente.

Minutos después, el general mambí plantó con determinación el pie izquierdo en el estribo y cayó sobre la montura. Libertador le llamaban a aquella bestia, que, al rato, salió en tropel, escoltada por centenares de caballos. Sobre sus lomos, unos 1 400 mambises, quienes dejaban atrás los Mangos de Baraguá, sitio sagrado de Cuba.

Ese lugar era mucho más que un campamento mambí. Nadie lo comprendía mejor que el Titán de Bronce. A la sombra de aquellos árboles, Maceo le vio la cara y cruzó palabras con el General español Arsenio Martínez Campos. Serían las ocho de la mañana del 15 de marzo de 1878.

Para el militar ibérico, aquella entrevista devendría la estocada final a la guerra. Hombre habilidoso y de verborrea, el Capitán General español encontró tierra fértil para la pacificación en la falta de unidad, la indisciplina y el caudillismo, anidados entre las huestes contrarias y, ante todo, en el Gobierno de la República en Armas y, particularmente, en la Cámara de Representantes.

La estrategia pacificadora de Martínez Campos descansó en dos líneas, según la historiografía: la presión militar y la persuasión. En el primero de los casos, alrededor de 26 000 soldados españoles arribaron a la isla a partir de septiembre de 1876 y, en el segundo, elaboró y divulgó un bando; verdadera jugarreta para incentivar la deserción entre la soldadesca y la oficialidad del Ejército Libertador.

El documento de marras disponía el indulto a quienes abandonaran las filas insurgentes y establecía la entrega de una cuantía de dinero a los que se presentaran con armas y caballo.

Todo indica que la desmoralización mayor acontecía en la región camagüeyana. Precisamente, en San Agustín del Brazo el máximo órgano del Gobierno de la República en Armas, la Cámara de Representantes, le cavó la sepultura a la contienda el 8 de febrero de 1878.

Ese día, el ente legislativo, creado durante la Asamblea de Guáimaro, proclamó su autodisolución; acuerdo adoptado en contra del criterio del presidente de la Cámara, Salvador Cisneros Betancourt. Antes, el órgano invalidó el decreto Spotorno, aprobado en 1875 y que consideraba espía a quien negociara la paz con España si no incluía la independencia. Violar lo suscrito implicaba ser juzgado y fusilado.

A cambio de algunas concesiones y garantías de la metrópoli, el denominado Comité del Centro —nacido de las cenizas de la Cámara de Representantes— capituló con España; en términos prácticos: el Ejército Libertador depuso oficialmente las armas el 10 de febrero de 1878, con la firma del pacto en un bohío ubicado en San Agustín del Zanjón, en las márgenes del arroyo Maraguán, Camagüey.

Y mientras aquellos oficiales del mambisado cubano sonreían y le estrechaban la mano a los jefes militares peninsulares, Antonio Maceo y su tropa le daban pelea a una columna española desde el 6 de febrero en San Ulpiano, Oriente. El saldo final del combate: los ibéricos notificaron 245 bajas entre muertos y heridos; y los insurrectos, tres víctimas mortales y cinco heridos.

Si en el teatro de operaciones, el Ejército Libertador demostraba que seguía no solo con vida; sino, también, con capacidad combativa, ¿cómo intrepar la rúbrica del Pacto del Zanjón, promovido por Martínez Campos?

Era el Capitán General, quien ahora se encontraba en los Mangos de Baraguá, sentado en la hamaca, a dos o tres pasos del segundo al mando de la insurgencia mambisa, un Titán de bravura oceánica. En su intento de persuadir al guerrero criollo, Martínez Campos blandió la que él creía su mejor arma: la verborrea, en el más rancio castellano. Que bastaba ya de tantos sacrificios y de sangre; que estaba convencido de las diferencias entre ambos bandos llegaban a su término. Que a inicios de febrero habían desaparecido el Gobierno y la Cámara, que crearon un Comité para pactar la paz.

—Quiero aprovechar esta oportunidad para darles a conocer personalmente lo pactado.

Y mientras le alcanzaban el papel al General español, Maceo se incorporó de la hamaca como si le hubiesen hincado un punzón.

—Estoy autorizado a manifestarles que no estamos de acuerdo con lo pactado en el Zanjón. Ese documento no contempla ni la abolición de la esclavitud ni la independencia.

—Pero, es que ustedes no conocen las bases del convenio del Zanjón, adujo Martínez Campos.

—Precisamente, porque las conocemos, no estamos de acuerdo con ellas.

Visiblemente airado, el peninsular le reclamó a un coterráneo que le acabara de dar el susodicho escrito.

—Guarde usted ese documento. La acotación de Maceo devino tajazo a la voz pacificadora de su interlocutor, quien gastó sus últimas balas.

—Entonces, no nos entendemos. —No, no nos entendemos.

Enrique Ojito

Texto de Enrique Ojito
Premio Nacional de Periodismo José Martí, por la obra de la vida (2020). Máster en Ciencias de la Comunicación. Ganador de los más importantes concursos periodísticos del país.

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