“No todos los días te asesinan un alumno, ni todos los días tratan de ahorcarlo a uno”, relata el villaclareño Ramón Donato García, único sobreviviente del crimen que una banda de contrarrevolucionarios perpetró hace 51 años en la zona trinitaria de El Cubano. Memorias de la tarde-noche en que lo dieron por muerto pero se salvó en tablitas
“Ahora sí me jodí”, pensó Ramón Donato García con la soga apretándole el pescuezo y los pies suspendidos sobre el barranco. En lo que suponía eran los estertores de la muerte no recordó cada segundo de sus 15 años —“es mentira eso de que la vida te pasa por delante”—, ni la tristeza que habría de causarle a su familia; con el susto ni siquiera atinó a reparar en el bandido que, segundos antes, lo había enlazado por el cuello como si fuera una res y halaba ahora de la cuerda para subirlo, a pesar de su pataleo, hasta lo más alto de la mata de níspero.
—Déjalo, que esta zona está cundida de milicianos, ven con el chiquillo y vámonos volando bajito -—gritó desde lo alto del barranco el que parecía ser el jefe de la banda.
Pero al parecer el alzado era solo un aprendiz, o en el desespero por arrancársela no le tiró bien la soga, o quiso la providencia que Ramón se salvara para hacer el cuento, porque de pronto se sintió caer sobre la hierba, con el nudo todavía al cuello y aquel hombre intentando sofocarlo con sus manos.
Solo cuando se vio suelto frente al trillo, adolorido por los golpes, pero sin más yugo que el ardor atenazándole la garganta, empezó a creer que no le había mentido aquel hombrazo, armado hasta los dientes, que le vociferó: “Mira, coge por ahí pa’llá y que no me entere que sigues por estos contornos”.
“Me alejé creyendo que iba a darme un tiro por la espalda, y aún hoy tengo la impresión de que me salvé en tablitas”, confiesa Ramón Donato García Guerra a los 67 años, reclinado en el sofá de su casa en Santa Clara, la ciudad de donde salió a alfabetizar siendo casi un niño y a la que regresó menos de un año después, con los horrores del Escambray a cuestas y un hematoma en la memoria que habría de durarle para toda la vida.
CON EL PIE IZQUIERDO
“Yo le entré con el pie izquierdo a aquellas lomas”, dice Ramón Donato para resumir los mil y un contratiempos que debió sortear desde su llegada a las montañas de Trinidad, cartilla y farol en mano: “Es que allí había de todo, al punto de que tuve que ser trasladado de la primera casa que me asignaron porque algunos campesinos colaboraban con los alzados”, recuerda.
Vino a respirar del susto en casa de Celestino Rivero Darias, un carbonero que había servido de práctico a los rebeldes y que por aquel entonces cultivaba sin más aspiraciones su finca en la zona de El Cubano.
Una de las hijas de Celestino, Romelia Rivero, apenas tenía 10 años cuando el brigadista tendió su hamaca en un horcón del rancho, pero se atreve a describir hasta los mínimos detalles de aquellos días de espanto.
“Ramoncito llevaba poco tiempo en la casa —relata—. Era un muchacho flacucho, de ciudad, a la legua se veía que no tenía madera de campesino; pero ayudaba bastante. Nosotros éramos muy pobres y pasábamos mucho trabajo, cocinábamos con leña, mis hermanos y yo casi siempre andábamos desnudos y descalzos o nos vestíamos con blusas de saco de harina, pero éramos felices porque estábamos con mi papá. Bueno, hasta esa noche”.
“Fue el 26 de julio de 1961”, sostiene Ramón, categórico, como si hubiera sido ayer.
¿Está seguro de la fecha?, insiste Escambray.
“Óigame, no todos los días te asesinan un alumno, ni todos los días tratan de ahorcarlo a uno”.
COLGADO SOBRE EL BARRANCO
“Mañana mismo voy a Trinidad a comprar unas matas de cacao para que no te falte el chocolate”, le había dicho Celestino a Romelia mientras recostaba el taburete a la puerta del cuarto y se colocaba el brazo encima de la cabeza. En semejante posición, como todas las noches, miraba a sus hijos comer: “Esa tarde mi madrastra hizo sopa de ternillas, ¿tú crees que iba a olvidarlo?”, rememora 51 años después.
“Mi papá estaba vestido con un pantalón carmelita y unas botas de trabajo; encima de la mesa había un radio de esos que llevaban unas pilas prietas enormes y él, un tío mío que estaba en la casa y el brigadista se habían puesto a escuchar el discurso de Fidel.
“Entonces dieron el alto y los mandaron a salir —continúa Romelia—. Los bandidos se habían parado en una cerca que rodeaba la casa para que no entraran las vacas. Cuando yo los miro así, y veo que venían de verde olivo, y que había dos que tenían puestas unas caretas, yo digo: ‘qué comemierdas son, se creen que nos van a meter miedo’, pensando que era la milicia. Entonces ellos ordenaron: ‘Celestino Rivero, levante los brazos y salga’. Mi papá era muy conocido en la zona: el comunista, el que estorbaba. Todos nos quedamos pasmados, sin poder movernos, solo vi cuando salió de la casa, pero no sabía que iba a ser la última vez”.
Ahora es Romelia quien siente el nudo en la garganta, apretando, cortándole la respiración. Por más que trata, no logra evocar aquellas horas sin revivirlas una por una, las que pasó en la casa mordiendo un saco de yute para controlar la histeria, y las que le oyó contar luego a Ramón, “que del susto que traía brincó la cerca sin tocarla con los pies”.
“A Celestino y a mí nos separaron al salir de la casa —recuerda el otrora brigadista—. Me dijeron que iban a llevarme para que hablara con el jefe de la banda, pero lo que hicieron fue tirarme la soga al cuello y dejarme por muerto sobre un barranco”.
¿Qué le pasó por la cabeza en ese momento?
Nada de nada, por esas cosas inexplicables de la vida yo no tuve ningún temor.
Ya por aquellos tiempos en el Escambray habían asesinado a varios campesinos y alfabetizadores…
Sí, y yo conocía los casos, pero no me puse a pensar en eso, todo sucedió rápido, estaba muy tenso. Si digo que no sentí miedo no es para hacerme el valiente, lo digo porque es la más pura verdad.
Luego cayó en tierra mareado, aturdido por el desconcierto de no saber si esa sensación de sofoco se debía a la cuerda que aún le colgaba del cuello, a las manos del alzado que intentaba rematarlo o a los golpes que debió soportar hasta que lo dejaron solo, magullado pero vivo, a pocos metros de la casa.
“Cuando regresé, la propia familia me preguntaba por Celestino y yo, que había pasado por un susto tan grande, podía figurarme en qué habría parado él —confiesa Ramón—. Me fui para Trinidad esa misma noche porque quedarme por aquellos contornos hubiera sido un suicidio”.
Celestino Rivero, sin embargo, no correría con tanta suerte: aniquilado sin piedad por la banda de Ramón del Sol Sorí, fue colgado de una mata de ciruelón en los límites de su propia finca y encontrado un día después, no porque el árbol estuviera demasiado lejos, sino porque la maleza crecía inextricable y el batallón de búsqueda era apenas su hijo de 11 años.
Sobre cómo su hermano encontró el cadáver, avisó a la milicia y ayudó a trasladarlo hasta la estación más cercana, Romelia nunca ha preguntado, pero no precisa de más relato que su propia zozobra para asegurar lo que ha venido lamentando desde entonces: “Después de esa noche, no volvimos a ser personas”.
EL REENCUENTRO
Con el cuello todavía enrojecido por la soga, Ramón Donato fue ubicado en Playa Inglés, también en territorio trinitario. “Yo no quería que mi familia se enterara porque ellos no estaban muy de acuerdo con que yo alfabetizara en esos montes, pero no me valió de nada esconderlo porque en Trinidad trabajaba uno que era vecino mío en Santa Clara y él les contó lo que me había pasado. Como era de esperar, enseguida fueron a buscarme”, relata.
Durante los siguientes 30 años, no vio a la familia Rivero más que en las remembranzas de sus historias, que narraba cada vez con menor frecuencia. Justo cuando comenzó a pensar que ya nadie se acordaba de él, fue convocado a la capital para la proyección del documental La clave está en el Escambray.
De este lado de las lomas, Romelia recibió una citación similar: más tardaron los oficiales del MININT en darle la noticia que ella en recoger bártulos para varios días y arrancar “sin pedirle permiso ni a mi marido.
“En cuanto llegué a La Habana, un hombre se ofreció para llevarme el maletín -afirma-. Cuando lo miré a los ojos, algo en él me pareció conocido; entonces, no pude aguantarme y le dije: Le voy a hacer una pregunta si no se molesta: ¿de dónde es usted? ‘De Santa Clara’, me respondió, y yo insistí: Es que de allá mismo es un muchacho que se llamaba Ramón García, el brigadista que estaba en mi casa cuando mataron a mi padre, y no sé si es vivo o muerto.
“Ay, hija, aquel hombre se me fue acercando como si fuera en cámara lenta, y me suspiró con una voz profunda que no le salía de la emoción: ‘Soy yo’. Nos abrazamos y estuvimos horas llorando; acto seguido nos pusieron una botella de Havana Club y yo dije: ahora vamos a tomar. En esos días fuimos a muchísimos lugares en La Habana, pero nosotros no queríamos ver nada, estábamos felices porque a esas alturas ninguno de los dos pensaba que podíamos encontrarnos”.
Así cuenta Romelia lo que ambos llaman “la segunda parte de la amistad”, ahora con el dolor más reposado, más tranquilo, aunque igualmente vívido en el recuerdo.
“Nos llamamos cada cierto tiempo —explica Ramón—, nos mantenemos al tanto de los problemas de los hijos, de las familias, no hemos vuelto a perder el contacto porque solo nosotros sabemos lo mucho que aquello nos cambió la vida”.
LA CICATRIZ INTANGIBLE
Salvo las versiones, ora contradictorias, ora inconexas, que ambos narran como si en ese instante regresaran al 26 de julio de 1961, muy poco se conoce del suceso: una referencia desperdigada en algún libro de Historia, el testimonio de otro alfabetizador en la prensa de entonces y, cubriéndolo todo, una gruesa capa de silencio.
“Mi padre fue un revolucionario, un hombre que murió porque le molestaba a los alzados, y nunca lo mencionan -se duele Romelia-. Ningún homenaje me lo va a traer de vuelta, pero tampoco es justo que no tengamos ni siquiera un lugar en el cementerio para visitarlo”.
Ramón Donato, por su parte, no pide más: se sabe en deuda con la providencia, con la poca pericia del bandido y hasta con la mismísima soga, que no lo apretó hasta asfixiarlo y le dio vida suficiente para “trabajar como un mulo, que es lo que he hecho siempre”; dirigir el Partido en las comunidades villaclareñas de Cascajal, Santo Domingo, Manacas y Esperanza, y sobrevivir a un accidente automovilístico en 1971.
Pero si algo pide, sobre todo en las noches de julio, es que el olvido siga carcomiéndole de a poco los recuerdos, que el tiempo termine por desbancar las imágenes que le llegan por ráfagas —la cuerda alzándolo por los aires, el olor de la mata de níspero, los ladridos de los perros— hasta que la escena dantesca de aquel 26 de julio de 1961, Escambray adentro, no sea sino un verdugón bajo la piel del cuello.